Diario de León
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Panorama | antonio papell

Han fallado esta vez todas las encuestas y hasta las más sesudas previsiones de los politólogos expertos: el 57% de los suizos ha apoyado la prohibición de construir minaretes en el territorio helvético para evitar así la desfiguración estética del país. El referéndum ha sido impulsado por un partido de la más abyecta derecha populista, el Partido Popular Suizo-Unión Democrática de Centro y ya se escuchan los aplausos de las organizaciones afines: la Liga Norte italiana, socia de Berlusconi en el gobierno romano, ha aplaudido la «valentía» de la ciudadanía suiza; el Frente Nacional francés ha pedido a «las elites» que «dejen de ignorar los temores de los europeos»; y el Partido para la Libertad holandés y el Partido del Pueblo Danés han reclamado sentidos referendos en sus respectivos Estados. Del corazón de Europa ha brotado, tácita, una pregunta inquietante que nadie tiene el menor interés en responder: ¿qué resultado hubiera arrojado esta misma consulta de haberse celebrado en Francia, en Alemania, en Austria o en la propia España? Este asunto tiene dos vertientes que conviene resaltar y de las que es posible aprender, la de fondo y la me ramente formal.

La primera, resume sin paliativos el rechazo de la Europa profunda al multiculturalismo entendido como heterogeneidad cultural compartimentada en nuestras sociedades. La Europa que quieren los europeos no está formada por guetos yuxtapuestos sino por un tejido sociopolítico plural y polícromo pero hasta cierto punto homogéneo y basado en el común denominador de la racionalidad democrática laica, de los derechos humanos inalienables y de una tradición cultural liberal. El musulmán en Europa -”más de 15 millones de personas-” dispone de amplísimos márgenes de libertad para desarrollar su albedrío pero deberá adaptarse escrupulosamente a las leyes civiles y acomodarse a las pautas de tolerancia y de respeto que emanan de la esencia misma del pluralismo democrático. Exactamente igual que los creyentes de otras religiones, incluida la católica.

La otra vertiente del asunto es el recurso a la dudosa institución de la democracia directa, al referéndum, tan frecuentado por la tradición política suiza. A primera vista, parece que esta peculiar democracia asamblearia es el súmmum de la perfección. Y, sin embargo, muchos pensamos que las democracias más depuradas y perfectas son las parlamentarias, que se basan en la representación de segundo grado y excluyen el referéndum como método general de toma de decisiones y resolución de conflictos. Las grandes decisiones políticas deben ser meditadas y debatidas por los representantes de la soberanía popular organizados en partidos y en cámaras legislativas apropiadas, y no inorgánicamente por el pueblo, reclamado por sugerencias que en muchas ocasiones provienen del populismo y de la demagogia. La fragilidad del sistema plebiscitario se desprende de un ejemplo clásico: ¿qué resultado más probable arrojaría en cualquier país un referéndum en que se preguntase a los ciudadanos si quieren o no pagar impuestos?

En resumen, ni Suiza es una democracia modélica ni la negativa a los minaretes, fruto de una manipulación interesada, debe ser magnificada ni extrapolada. Sí, en cambio, es un aviso a navegantes: la democracia profunda se basa en un consenso laico, y las creencias religiosas han de acomodarse a ese aco gedor lugar común.

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