Diario de León
Publicado por
Liturgia dominical JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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L a Ascensión es como una despedida que deja a los discípulos la tarea de continuar la misión. No los abandona a su suerte, porque los asistirá siempre por el Espíritu. No puede haber miedo al fracaso. Jesús puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompaña. Puedes irte tranquilo, Señor, porque tu Iglesia, a pesar de las debilidades y miserias de sus hijos, con la fuerza del Espíritu, te será siempre fiel, hasta que vuelvas.

La auténtica esperanza que ponemos en Cristo ascendido al cielo y que ha de volver, es ahogada por la trampa del progreso, la fuerza de la razón y el poder de la técnica. Se planifica el nacimiento, se programa la educación, se racionaliza el trabajo, se nos dicta lo que hemos de consumir y se nos convence de que no existe más futuro que el de este mundo material. Se mata, en consecuencia, la esperanza, se castra la fantasía y se recorta la libertad. Pero sin ellas no podemos ascender al cielo en el que soñamos allá en lo profundo. Nos encerramos en los pequeños paraísos que nos facilitan los avances y el dinero: el coche, los electrodomésticos, un piso confortable, unas estupendas vacaciones... Las montañas de nuestras ascensiones mediocres se quedan muchas veces en los escaparates.

Sin embargo, con la Ascensión del Señor algo de nosotros está ya en el cielo. La Ascensión nos desvela la profundidad y la altura de nuestra condición humana. En la glorificación de Jesús, la humanidad es investida con la dignidad misma de Dios. Cristo no se avergonzó de llamarnos hermanos y nos abrió el horizonte de «esa nueva esperanza a la que nos llama». Con la Ascensión la vida humana se convierte en peregrinación hacia una patria a la llegaremos con seguridad. La misión de anunciar a Jesús como Señor se alimenta en la esperanza de su futura venida. No es lo mismo esperar que tener esperanza. La comunidad cristiana tiene la sensación de que vive para una cita, de que la sostiene la esperanza. Una esperanza que va más allá de todo cálculo y conjetura humana, porque es el Espíritu Santo quien nos abre siempre a un futuro de ilusión. Estamos invitados a vivir con esperanza, mejor, a vivir de esperanza. Tener esperanza no es programar, ni calcular; es tener a Cristo no sólo como el punto de partida y motivo de nuestra vida; es también la meta a que tendemos: Ven, Señor, Jesús.

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