Que el hombre viva

T ristemente hay muchos cristianos que siguen creyendo en un Dios que acecha, prueba, exige y castiga. Sin embargo, Jesús de Nazaret nos da a conocer, con obras y palabras, a un Dios cercano, encarnado, solidario con los avatares de la condición humana; y también a un Dios glorioso, vencedor, Señor. La gloria-identidad de Dios se nos comunica en Cristo: Dios es ya un Dios-para-nosotros; es «mi luz y mi salvación» (Salmo).

En la Transfiguración vamos del Crucificado al Resucitado, de la Cruz a la Luz. «La pasión es el camino de la Resurrección» (Prefacio). Estas paradojas nos descolocan: Abraham será dominado por «un terror intenso y oscuro» (I Lectura) y Pedro perderá el autodominio, «no sabía lo que decía». (Evangelio). Son las manifestaciones terrenas del don del temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo, que es, no el miedo a Dios, sino el sobrecogimiento y la reverencia que nos merece la omnipotencia divina que se da a conocer especialmente con su misericordia.

En esta escenificación de la gloria de Dios revelada en el Monte se concentra toda la Historia de la Salvación: hacia el pasado, la vieja Alianza (Moisés=Ley y Elías=Profetas); hacia el futuro, la nueva Alianza (los tres Apóstoles). El eje de todo es Jesucristo Transfigurado. Es la Palabra definitiva que Dios nos regala para nuestra restauración y que hay que escuchar (Evangelio). La acogida de esta Palabra nos cambia, transforma nuestra condición humilde y nos hace ciudadanos del cielo que mantienen esforzadamente su condición (II Lectura). En nosotros brillará la gloria de Dios, el regreso a la perfección de la primera hora, la Paz, la Felicidad, la Vida. San Ireneo de Lyon, obispo y mártir en el siglo II, lo dejó dicho de manera rotunda: «La gloria de Dios es que el ser humano tenga vida». Por eso, tenemos razones más que suficientes para la esperanza y la alegría. Y para confesar con el salmista: «Espero gozar de la dicha del Señor» (Salmo).