Diario de León

Cornada de lobo

Potro y burro, carne gozosa

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León

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Ya es diciembre y este año puede darse por difunto que Dios perdone, pero antes ha de diñarla entre estertores de bombilla y escaparate, temible traca de compras, cenorrios, villancicos de plástico y mentiras de purpurina. Si mañana fuera siete de enero, una buena paisanada tendría una hemorragia de dicha al ver suprimido el agitado trámite navideño, el repetido teatro de un corazón con cáscara de langostino, la hartura en todas sus dimensiones. Y la Asociación de Enemigos de las Cuñadas se disolvería en gozo. Te sea leve, compañero. Por de pronto, es de agradecerle al Untamiento que coloque en un plazón de Eras ese avión renacuajo pintado de amarillo, modelo 1954, para el que quiera salir volando de este trance que está encima, porque no quiero hacer caso del repelado insidioso que asegura que ese avioneto de hélice y manivela es en sí mismo toda la escuela de pilotos prometida. Vete tú a saber. Pero de la crónica de ayer me quedo con un suceso casi eterno que aún rebulle en su moribundez. Como siempre por san Andrés, llegó al mercado la feria de caballos, mulas y asnos, día de ijadas, blusones, fajo de parné y trato cerrado. Nada que ver con antaño; ni el caballo es lo que era (las mulas son reliquia y los asnos museo). Pero es feria al fin y al cabo. También la función del caballo es hoy anacrónica; sólo hay unos cuantos de monta y pijotería hidalga y el resto tienen el aire melancólico de la carne de matadero, pues se los comen, los estofan o los convierten en un salchichón más caro que ninguno y que goza de secular devoción en las vecinas Galias, que es donde se zampan lo equino con vicio y lujo culinario, algo que aquí nos espanta o repugna, pues matar el caballo ha sido siempre como ajusticiar a alguien de la familia, a la mascota preferida o al mismísimo tractor. Todo esos caballos que ves por los puertos leoneses cogen un día el tren y acaban convertidos en chuletas en los restaurantes parisinos. Aquí fue famosa la cecina de caballo (su carne es pasto y no acepta química), pero no hay quien la encuentre, de la misma forma que la más exquisita es la de burro. La cabaña pollina (y a veces la concejil) se salvaría si se hicera esta cecina. Y ahorraríamos tanta inútil subvención.

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