Diario de León

RELATO

El Cadillac rosa

Filandón publica uno de los episodios del nuevo libro de Carlos Fidalgo ‘Los dedos del diablo’, con una de las ilustraciones originales de la artista peruana Daniela de los Ríos incluidas en la edición de Mueve Tu Lengua

Ponferrada

Creado:

Actualizado:

—Mire ese Cadillac rosa aparcado ahí fuera, doctor. Me gusta porque mi hijo me lo regaló —le decía Gladys Presley al médico que la atendía en el Hospital de Memphis mientras observaba el aparcamiento del centro médico desde la ventana de su habitación—. Estoy orgullosa de él.

—Tiene motivos, señora Presley. Nadie le hace sombra a su hijo. Es un fenómeno.

Y lo era. El mayor talento del rock, todo un espectáculo en los escenarios, y un actor en ciernes, ambicioso, provocador, pero buen chico.

—Tiene miedo de que la gente le olvide mientras hace el servicio militar, pero yo sé que no será así.

—El rock no desaparecerá en unos meses. Y su hijo tiene voz para cantar lo que le echen.

Elvis volaba aquel día de Dallas a Memphis después de obtener un permiso especial del Ejército para abandonar la instrucción. El doctor Clarke le había llamado al cuartel para advertirle de que el problema de hígado de Gladys era grave, y en cuanto aterrizó se fue directo al hospital. El Cadillac rosa le miraba desde el aparcamiento con el radiador convertido en una gran boca entreabierta, el parachoques brillante, las ruedas nuevas, el volante blanco, cuando entró en el edificio, ansioso por ver a su madre.

Su madre, Gladys.

La abrazó, la encontró mejor de lo que esperaba y tras una hora de conversación y alguna broma se fue a casa a descansar mientras su padre se quedaba con ella. Al salir del hospital, el Cadillac seguía velando el sueño de la enferma.

Elvis regresó al hospital por la mañana. Pasó varias horas con su madre. Después dejó el edificio para comer y se dio un paseo por la ciudad dispuesto a aclarar sus ideas. Deambuló por la calle Beale y, milagrosamente, nadie le reconoció. Cruzó por delante de la sastrería Lansky y el traje del gánster acribillado a balazos aún colgaba del escaparate. Oyó a un nuevo guitarrista en el cruce, pero no se detuvo a escucharle. Y volvió al hospital al anochecer para quedarse hasta la media noche. A Gladys le sentaba bien verle. Se notaba que estaba orgullosa de todo lo que había conseguido su hijo en tres años: los discos, las ventas, los conciertos, las chicas, la histeria, las actuaciones en televisión y las primeras películas.

—Tienes demasiadas flores en este cuarto, mamá. Volveré por la mañana y me llevaré algunas a casa— le dijo Elvis a su madre antes de dejar la habitación.

Y el Cadillac rosa continuaba estacionado a las puertas del hospital, con su radiador hambriento, a la espera, cuando salió del edificio. Tampoco esa vez lo miró.

Pero de madrugada, el teléfono sonó en la nueva residencia de los Presley en Memphis, la silenciosa mansión de Graceland. Sonó a las tres y media de una noche tórrida de agosto y Elvis supo que algo no iba bien cuando, a punto de descolgar el auricular y oír los sollozos de su padre desde el hospital, miró por la ventana y descubrió la sombra del Cadillac rosa de Gladys, aparcado en silencio frente a la puerta.

Portada de 'Los dedos del diablo', de Carlos Fidalgo. DANIELA DE LOS RÍOS

Portada de 'Los dedos del diablo', de Carlos Fidalgo. DANIELA DE LOS RÍOS

tracking