Diario de León

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INSISTE LA SEÑORA Palacio, ministra, en que la futura constitución europea debería enhebrar en su letra el alma cristiana que impregna e inspira los siglos y andares del viejo continente. Franceses y alemanes, que tienen rabo de volterianos o existencialistas, sostienen que poco puede y debe pintar la divina potestad en una ley general que, a fin de cuentas, es cosa del César en cuyas monedas no caben los cielos ni en su oro puede residenciarse el evangelio de los pobres. Insiste, sin embargo, doña Ana en la porfía y se fue a Salónica con otra epístola a los tesalonicenses. Debería la señora ministra recoger del libro de actas del Senado la intervención del leonés Cordero del Campillo cuando defendió en el proceso constituyente la supresión del vocablo Dios del texto constitucional; lo hizo desde su propia confesión cristiana; y no hubo mayor réplica. También santa Teresa aseguraba que Dios andaba entre los pucheros y no por ello porfió ni recomendó que lo metieran con su guarnición pertinente en los recetarios de cocina o constituciones gastronómicas. Aún así, nadie impide que haya paisanas que regulen el tiempo de frituras y cocciones con la duración de un padrenuestro, medida de los frisuelos, o de un credo, que es lo propio para los huevos pasados por agua (por contra, había en Puebla de Lillo un tipo de vieja confesión republicana que utilizaba al efecto no una oración, sino un poema de Gabriel y Galán, lo que también es detalle de dudoso gusto literario). Lo que suele ocurrir cuando alguien mete a Dios en una constitución es que al final le acaba poniendo un casco, un mosquetón al hombro y le ordena hacer la mili o, aún peor, le manda a la guerra a descapullar enemigos, a fulminar paganos o le sube a horcajadas sobre un carro blindado como si fuese un Santiago matamoros (patrono de nuestras divisiones acorazadas), le estampa en un lábaro legionario de Constantino, en un cañón de Lepanto, en una cruz-espada ante Moctezuma o le hace mariscal en la guerra de los Cien Años y en las cien carnicerías iguales que se regaron con mucha sangre y dos calderillos de agua bendita. Y Dios no está a gusto en estos papeles porque sólo vive en el corazón; y cuando alguien lo apea de él y se emperra en alojarlo en las leyes, es por calmar esa culpa y camuflar su fe pocha.

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