Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

Creado:

Actualizado:

HACE POCO pasé un fin de semana en Zamora, envuelto en la fecundidad del olvido. Bebí el olvido, me buscaba el olvido por las calles, compraba olvido en las tiendas, tomaba olvido por los bares, qué gran borrachera de olvido y yo caminando por la zona alta de la ciudad, reino adornado de iglesias románicas, algunas bellísimas, y luego, más al fondo, el prodigio de una aldea de árboles y piedras que corona un pequeño Vaticano de campo donde aún gravitan las palabras de doña Urraca. Avancé por los recintos sacros: la casa del obispo, el parque abalconado, la alta torre catedralicia, el cimborrio de Bizancio, un castillo modesto con el río al fondo, y cerca de allí deambulé por una calle santa y vacía, calle totalmente de un pueblo de Tábara o del Sayago, y vi unas casas predilectas y silenciosas sobre el Duero, y sentí el lento pasar de las horas, como ríos delgados y aéreos, y toda Zamora resumida en aquella soledad de un sábado frío, helado. Muy cerca de allí está la casa de don Agustín García Calvo, filósofo y lingüista, editor, poeta y célebre profesor universitario que Franco expulsó de sus recintos nacionalcatólicos, y a quien yo vi en la víspera, justo un viernes no sé si de dolor o de alegría, a las nueve de la noche, con su pelo blanco y su coleta, ya muy cerca de su casa en la calle de los Notarios, creo que número 8. Don Agustín llevaba un paquete de pastas o algo parecido, caminaba despacio, acaso meditaba, y observé un poco después como abría la puerta con parsimonia de hombre mayor, y le vi entrar en el zaguán y entonces yo estaba a dos metros de don Agustín, y a punto de decirle algo, por ejemplo que le había visto muchos años atrás en Madrid -el dictador recién fallecido-, pero no le dije nada, dejé que cerrara la puerta, y allí se quedó el filósofo en su mundo, con sus pastas y sus sortijas, con sus libros y con su vivir de sabio en Zamora, su tierra, todo un paraíso después de los años de Madrid, y del exilio de París, donde fundó la Comuna Anarquista Zamorana. Y ahora me digo que cuánta cordura hay en ese retorno a la ciudad del niño para vivir los últimos años que vuelven a ser un poco los primeros. Y ya luego me fui al hotel. Al día siguiente vino la mañana civil de Zamora. Subí y bajé por la calle de Santa Clara y me asomé a la de Balborraz, tan lisboeta, pura rúa do Alecrim del viejo reino de León, aunque abajo no estaba el río de Pessoa sino el Duero; y me pareció ver que por sus orillas paseaba Claudio Rodríguez, quizá la voz más pura del castellano de los últimos cincuenta años: versos que nacieron en esta ciudad ibérica y rojiza, de tiendas antiguas y de chicas valientes, godas de la meseta, con el ombligo al aire en el sábado de los témpanos. Entré en el palacio de Alba y Aliste, junto a la estatua de Viriato, cuando caía la tarde. Mujeres de bien y hombres jurisdiccionales tomaban café y contemplaban el sol de Portugal a través de las ventanas. Zamora, tan leonesa y lusitana, y yo feliz por allí sin hacer nada, tan sólo mirando a la gente y a los comercios; y sentí que hay un corredor leonés que no arranca en León, curiosamente, sino en Astorga: el corredor de la Plata. Un mismo mundo que aletea en La Bañeza, en Benavente o en Toro y que triunfa en Zamora, pues hacia abajo, camino de Salamanca, ya empiezan a sentirse los ritmos verbales de Extremadura. Estuve en Zamora, conviene ir. Y recordé a un muchacho que era yo, en la estación del tren, en 1967, recién llegado a la ciudad que hasta entonces no conocía. Un misionero nos esperaba a varios adolescentes de Ponferrada. Un misionero argentino que nos llevó en una furgoneta hasta Coreses, donde pasamos la noche. El edificio de aquella jornada polvorienta y remota lo volví a ver desde la carretera. Ahora es un hotel de nombre extraño y respetuoso: hotel Convento.

tracking