Diario de León
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LUIS ARTIGUE
León

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YO EN REALIDAD soy camarero. Estaba una mañana haciendo como que hacía detrás del mostrador para no tener que hablar con el borracho habitual, y pensaba. Me gusta leer y pensar, y siempre que como entonces había poco trabajo, sólo dos o tres clientes solitarios que se eternizaban tristemente ante sus copas, yo hacía maquinalmente tareas prescindibles, consumía el tiempo y pensaba en mí mismo y en mi vida. Por cierto, ¿a quién le ha venido de verdad bien alguna vez pensar en eso? Oh, le daba vueltas a lo rutinario de mi empleo y de mi matrimonio, a que debería volver a leer «La Orilla Oscura» de José María Merino y volver al psicólogo, en que todo era más emocionante en la imaginación de un escritor y en que yo no necesitaba copas, pastillas, terapias ni ideologías sino una vida distinta. Esa mañana el calor del verano llevaba a la gente anónima e interesante de la ciudad a las piscinas o las calles de salida, y por supuesto por eso el bar estaba vacío salvo dos o tres aburridos reincidentes. Yo trabajaba y reflexionaba simultáneamente. Me protegía. Contestaba a todo con monosílabos. De fondo las noticias de la radio trataban de disimular que en verano nunca pasa nada. Y entonces ocurrió. Él se dedicaba a escribir; a mirar y a escuchar. Solía salir de casa en mañanas como aquella para fijarse en los otros y lo otro, y volver después a su pequeño piso con el cuaderno de notas repleto para sentarse a escribir la columna que cada sábado le publicaba y publica este periódico. Aquel día, pues, de mañana salió para caminar lentamente por la calle integrando los colores y sonidos en su estado de ánimo. Al avanzar se fijó en los ojos de la gente con la que se cruzó, y trató de adivinar su biografía y sus emociones. Escuchó retales de conversaciones. Sí, así se mantenía vivo. Así le tomaba el pulso a la ciudad. Mientras paseaba le dio por pensar en su vida solitaria de joven que está buscando su lugar en el mundo, repasó sus renuncias y fracasos y se puso densamente triste. «Me cambiaría por cualquiera», se dijo. Y siguió caminando sin rumbo pero con ritmo. Ante él pasó una jovencita con pintura de guerra y disfraz de discoteca. Y una señora capaz de defender su bolsa de la compra con la vida. Y un viejecito con ropa pasada de moda y cara de no tener ninguna culpa. Y una enamorada. Y un niño de la mano de su madre que miraba al suelo como ignorando el cielo. De pronto, sin saber por qué ni por qué no, pasó ante este bar y entró. Estaba casi vacío pero no le importó. Se sentó en un taburete frente al mostrador mientras yo, de espaldas, limpiaba la cafetera camarero por favor y al darme la vuelta oh la luz la vida fuera dentro qué pasa no lo sé hola adiós, sin preverlo pero mereciéndolo yo me convertí en Luis Artigue, el escritor de esta columna que se publica aquí los sábados, y él se transformó en el camarero. Nos miramos en ese instante con miedo el uno al otro, casi con horror, y luego a nosotros mismos. Reaccionamos. Entonces yo salí apresurado y sin mirar atrás del bar, corriendo a toda velocidad, como temiendo que el bar empezara a perseguirme e intentara volver a atraparme. ¡Qué trabajo tan esclavo! Así, corriendo, dejé atrás mi vida. Llevo ya más de un año como escritor viviendo una existencia emocional sedentaria, intensa e interesante, una vida inteligente repleta de imaginación y fantasía, y ya estoy un poco harto de tan poca normalidad. Desisto. Quiero volver a ser el que era y por eso he vuelto varias veces al bar pero el camarero me sirve como a uno más, y luego habla con los clientes, y les escucha, y ante mí lee en el Diario esta columna la ha escrito usted verdad así es me gusta muy imaginativa gracias pero no pasa nada raro. Y él sigue siendo él. Yo quiero volver a ser el camarero que era pero por más que voy al bar y me siento en un taburete cerca del mostrador frente a ese impostor no logro invertir el proceso. Estoy harto. ¿Alguien de ustedes me puede decir cómo se deja de ser Luis Artigue?

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