Diario de León
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FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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ESTOS PASADOS días el cincuentenario de la muerte de Eugenio D'Ors ha estado en el recuerdo de algunos y en el olvido de los más. ¿Quien se ocupa hoy de D'Ors, quien puede leer hoy a D'Ors? No encaja mucho D'Ors en la época de una cultura rápida, cultura hecha al minuto como las sopas o de forma precipitada como en la olla exprés. Un señor que sabía idiomas, leía mucho, escribía más, decía cosas peculiares y evitaba caer en los tópicos ¿puede suscitar hoy algún interés? Probablemente ninguno y sin embargo hay chiflados, entre los que me incluyo, que hemos seguido a D'Ors desde hace años, atentos a las peripecias de un personaje alejado de la vulgaridad, dispuesto a tergiversar el mundo por hacer una frase. O a aclararlo porque todo dependía de su humor o de la necesidad que sintiera de pasar de la anédota a la categoría, una frase que hoy repiten los papanatas sin saber que su inventor fue el maesrtro catalán. Porque D'Ors era, en efecto, un catalán que escribió «La bien plantada» pero que estuvo mal plantado en Madrid. Probablemente porque él no supo plantarse o porque no encontró el jardinero adecuado. El caso es que D'Ors gana en Barcelona y pierde en Madrid, malgastándose de forma casi definitiva cuando se fue detrás de Franco vestido con un pintoresco uniforme. -¿Le gustan los uniformes, Maestro? -Siempre que sean multiformes. Este es el D'Ors con el que yo me identifico, el D'Ors de las historietas, y esto se debe a que no me acaba de gustar su prosa ni me han interesado sus Glosas, que alguien -creo que Miguel de Unamuno- llamaba «losas». No ha mucho tiempo he vuelto a coger de mi biblioteca uno de los tomos del Glosario -del nuevo, del viejo, del novísimo, la verdad es que no lo sé- y, al poco rato, se me caía de las manos, pese a que soy aficionado al florilegio verbal gratuito, incoherente y de recovecos. Por algún sitio he leído -quizás en las memorias de la mujer de Gregorio Martínez Sierra- que a D'Ors le costaba mucho escribir y que echaba para ello muchos tientos al diccionario y a las enciclopedias. Es probable y eso se advierte porque es su estilo una escritura de esfuerzo, del que toma la pluma con cierto estreñimiento y ha de apretar para evacuar. Así me imagino yo a D'Ors. Con todo, le salieron muy bien muchas cosas, especialmente, sus libros de arte, por ejemplo las «tres horas en el Museo del Prado». Y mal sus semblanzas de ciudades o sus retratos de españoles contemporáneos aunque a Manuel Machado le llamó «genio esbelto» y a Gregorio Marañón «señor de las horas y emperador de las curiosidades». D'Ors tenía unas cejas demoníacas, que se dirigían hacia arriba, hacia el infinito como buscando allá en lo alto el secreto de la filosofía que no sabía si estaba en una gaveta con el rótulo de Voltaire o en otra dedicada a Nietszche. Y tenía una papada pontifical en su cuerpo grande y desgarbado. Era un cuerpo como cocido a gran fuego con derecho a formar un ecosistema propio y privativo. D'Ors: un filón para las tesis doctorales. A mí me quedan de él las anédoctas, no la categoría. Como aquella de su encuentro con Ortega en el Madrid de los años cincuenta, después de la guerra y de tantos avatares: -Querido Ortega, nos seguimos por las enciclopedias. Porque Ortega le molestaba y le hacía sombra: -Solo voy delante de él en la lista de teléfonos. Se fue de Barcelona porque advirtió que le faltaba alguna letra al «noucentisme» tras la muerte de Prat de la Riba con el que quiso construir eso que alguien ha llamado en nuestros días «el imperialismo catalán». Y ahí comenzó su declive. Quiso, sin éxito, ser catedrático, y ocupó cargos -más bien, carguillos- culturales en la Cataluña de la Mancomunidad. Por eso tenía autoridad para mofarse de la vida burocrática y analizar con ironía y soltura los orígenes del Universo: -En el principio fue el membrete.

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