Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Las navidades otras

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VICTORIANO CRÉMER
León

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NADIE EN el pueblo, ni si quiera el señor cura, Don Anselmo, al que se le atribuían todos los conocimientos relacionados con la historia del lugar sabían de dónde les venía aquella costumbre, -¡santa costumbre!- de celebrar la Navidad tan fuera de las normas, de la teología y de las buenas costumbres. El caso era que así que se anunciaba el tiempo de la Navidad los más viejos de la tribu se reunían en la abacería del Amaranto y se comunicaban la orden: «Oye, Tú, que tenemos que empezar a preparar todo lo de las fiestas de Navidad». Durante un tiempo que se considera prudencial, se abandonaban los temas de obligada atención, como podían ser los sofismas políticos, emitidos desde Madrid o el resultado de las quinielas en cuya aventura tenía depositada su confianza después de que una vez, hace de eso ya muchos años, le correspondieron al Indalecio, cerca de las doscientas mil pesetas, con las cuales, por cierto, adquirió parte del rebaño de cabras, que se convirtió en el fundamento de su fortuna. Y una vez dada la voz los hombres comunicaban a las mujeres propias y ajenas que un año más el pueblo se había comprometido a «celebrar» la Nochebuena y la Navidad y los Reyes Magos, incluso, pensando en realidades y no en fantasías. Y todos juntos para la Gran Fiesta, juntaban sus aportaciones y compraban todos aquellos artículos de primera y de segunda necesidad que entendían que correspondían a los efectos que se pretendía sacar en estas fechas de la conciencia colectiva. Porque las buenas gentes del poblado con concebían la Navidad rodeados de amiseriados y sobre todo de niños enfermos o hambrientos, que es la gran enfermedad del mundo moderno. Y la tienda del Amaranto se convertía en un gran almacén de cosas varias, desde ropas de abrigo hasta bolsas de lentejas. Todo lo necesario para pasar estos días. Y así que era llegada la noche de los villancicos, con la estruendosa altavoz de Amaranto llenando los aires de músicas, se preparaban las recepciones familiares como se tratara de la celebración del fin de sementera. Y antes de servirse a la mesa, ya con el asado preparado para la hora del Nacimiento, los niños, los muchachos, los hombres y las mujeres recogían los atillos preparados y corrían a llamar a todas las puertas. A visitar los campamentos y a descubrir a los indigentes vergonzantes en todos los quicios de las puertas de la localidad. En cada uno de los lugares en los que picaban depositaban su curiosa mercancía. Y los socorridos despedían la misericordiosa embajada con lágrimas de gratitud. Que ni siquiera en momentos tan importantes como aquellos que vivían están para cánticos. Y cumplido aquel serio compromiso con su conciencia, los generosos miembros del colectivo, se reintegraban a sus hogares. Y se sentían un poco más dichosos. A mí me entraba una congoja que no he podido superar en todos estos años pasados y a pesar de haber abandonado el pueblo. Porque me parecía, me parece, que aquella ejemplar fórmula de la otra Navidad también se queda a medias en un mundo como el nuestro tan poblado de pobres, de abandonados, de míseros, de enfermos para los cuales inevitablemente -¡porque así es la condición humana!- la celebración de la Gran Promesa no es sino una impúdica demostración de hipocresía. Y así no hay paz posible en la tierra ni para los hombres de buena voluntad ni para nadie.

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