Diario de León

Gente de aquí y de allá | «Haré vida tan estrecha...»

Un filósofo del espliego

Teófilo García, nacido en Valderrueda hace 75 años, cumplirá pronto un cuarto de siglo de ermitaño en la ermita de Santa Bárbara de la localidad turolense de Alcañiz

Teófilo García, en la explanada que se abre delante de la ermita   de Santa Bárbara, su hogar

Teófilo García, en la explanada que se abre delante de la ermita de Santa Bárbara, su hogar

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Esther Esteban/V. Pueyo - alcañiz/león
León

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«Haré vida tan estrecha/que peor sea que muerte/ porque no tengan sospecha/ que vivo por otra suerte...». Juan del Enzina hablaba así, hace ya mucho tiempo, del oficio de ermitaño, austero y solitario donde los haya. Quizá por «probar nueva manera», a Teófilo García Rodríguez, se le encendió una luz cuando alguien le comentó que había una plaza de ermitaño en Alcañiz, cabecera del Bajo Aragón turolense. Hace ya 23 años de aquella decisión de la que no parece arrepentido. Cambió la pelea cotidiana por la subsistencia y el barullo de Barcelona por el luminoso altozano en el que se levanta la ermita de Santa Bárbara y desde el que se dibuja una acuarela dominada por el verde de los olivos y la plata del río que abraza el pueblo y que le recuerda al Cea de su niñez. «En Barcelona estaba mal el empleo, había un momento de crisis; trabajé en la construcción, de encofrador, pero llegué también a recoger cartones... Cuando me hablaron de esta plaza, cogí el autobús un mes de agosto y llegué hasta ahí y aquí espero morirme». Teófilo nació en Valderrueda, en el seno de una familia de siete hermanos. «Éramos una familia sencilla y los años de la posguerra eran difíciles así que hubo que emigrar». Varios miembros de su familia permanecen en León pero él sólo regresó cuando su madre, Florentina, estaba a punto de decirle adiós a la vida. «Volví para poder ver a mi madre antes de que muriera y no murió hasta que no vio de nuevo a su hijo...». Celoso de su libertad, como esas matas de tomillo que recoge y luego hierve «para que huela bien la casa», Teófilo nunca se casó. «Las mujeres no me quieren, huyen de mí; además, el matrimonio consume». Lo cierto es que en la vivienda que se preparó él mismo en unas dependencias de la ermita sólo hay sitio para uno y para sus sueños. Cuando tiene que hacer alguna compra, arranca su mobylette y baja por el empinado camino que conduce hasta el pueblo. «He hecho bastantes amigos y conocidos y, cuando bajo, aprovecho para reponer la despensa que tengo muy ordenada». Ni pide ayuda, ni se queja de nada ni de nadie. Una pequeña pensión y alguna propina de los cofrades, sobre todo cuando suben en nutrida procesión los días de la fiesta, le bastan para vivir y seguir siendo el monarca absoluto de aquel cabezo abierto a todos los vientos. «Esta es una vida sencilla». Y lo subraya como dando importancia a lo que él ha aprendido a considerar importante: la libertad, el silencio. Aquellos altos que él domina no son, desde luego, tan orgullosos como las cumbres de Picones y Monteviejo que vigilan Valderrueda pero esa altura le vale. Todo está lo suficientemente cerca y lo suficientemente lejos como para mantener inalterada su voluntaria paz de eremita. «El silencio es oro», afirma con rotundidad este filósofo del espliego que a nadie envidia.

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