Diario de León

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LOS PERROS de pueblo no entran en casa. Los perros de ciudad no salen de ella. ¿Qué se dirán uno a otro al encontrarse? En ambos casos su vida es perra; son dos mundos. El perro de ciudad, perro de piso, suele por lo general ir enseñando por delante el errehache, la puta raza pura que resulta salir de treinta bastardías anteriores y cien padres sospechosos. El de pueblo no tiene aparentemente raza depurada y hay que buscarle el rastro genético con linterna o preguntarle al viento si aquella tarde le vio la pelambre al cabroncete que cubrió a su madre en esa natural libertad de amores a la que propende el perro suelto y la perra alta. Al perro de piso le cortan la meada y las ganas, le pinchan con anovulatorios o le castran; en casa se les transtorna la libido y acaban fornicando con los cojines o con la pata de las visitas, ¡chito, fuera!, qué salao. El perro de piso come con regularidad cuartelera; engulle cinco veces más de lo que necesita y bocaditos al aire que caen de la mesa, chuches de la guaja y, los domingos, tapas tiradas y pisadas cuando el amo va de cañas. En el pueblo la dieta es más irregular, tacaña y de desecho, pero mucho más variada y sorpresiva: sobras de lo que come el hombre blanco, atropos de aquí y de allá, algún bichejo del campo y un festín de lujo en el cercano vertedero donde hasta los yogures podres están de relamerse porque les ponen blanco el bigote y se regustan. Y después está la libertad, ese campeo sin norte, esos merodeos, el dolce far niente y la siesta en invierno al sol del corral (hasta el refrán, «en febrero busca la sombra el perro»). Y el amor libre. Un perro de piso hartó a sus dueños. Se lo encalomaron al cuñado del pueblo. Llegó allí con su raza y su perfume. Se las prometía. Esto será vida. Pero no valió ni para el ganado ni para el merodeo. La perrada oriunda le arreó alguna dentellada. Le entró tristura y cancamurria. Añoraba su paseito del carajo que dura una meadita, su estar siempre atado, su tele y los mimos de la nena rascándole la barriga hasta ponerse tontín. Vivan las cadenas, se dijo. La libertad da miedo. Jamás cazó un topillo o un pollastre de corral ajeno, así que sacando instinto y coraje decidió volver a la ciudad. Le esperaba una hazaña de ochenta kilómetros. Le adoptarían de nuevo. Pero apenas a una legua le atropelló un tres-ejes.

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