Diario de León

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Y AQUÍ, sin una gota. Toman estas tierras el color del alacrán y un aliento seco del desierto nos sopla en la nuca. Se nos seca la vista si la lanzamos al horizonte. Pero lo que aquí no cae, en otros lugares es incontinencia de los dioses, torrencial devastación. Qué paradoja y qué pasada. Las nubes siguen instaladas, afortunadamente, en su locura, porque las nubes deben ser ya lo único que no pueden controlar en esta Tierra. Reconforta y consuela saber que siguen siendo libres hasta en su hora del capricho, del crimen y la desproporción. Como siempre fue. Cada cierto tiempo, leñazo. ¿Quién lo aprendió; quién escarmentó en cabeza ajena de anteriores desastres?... La Europa central se hartó de ver mearse los cielos en torrente y la pantanada les subió hasta los áticos, mordió pueblos, arrasó en todo lo que fue anchura histórica de esos ríos tan Danubios con el vals de la muerte segando risas. Suiza fue una calamidad; y Baviera, Austria... Esa imagen de un totel en fondo de valle, hijo de la voracidad del negocio turístico, roto en su mitad que devoró la riada, es una imagen con su lección impertienete que nadie memorizará cuando haya que reconstruir fechoría o plantar un dique de contención aún más elevado y bestia que el anterior pensando que la próxima estará resuelta con el gran ingenio humano. «Jamás construyas sobre las venas del dragón», dicen los chinos. Ni con ingenio o ingeniería vale el saltarse el precepto. Esto no lo entendían en Nueva Orleans, pero ahora ya lo entienden. Allí no construyeron solamente sobre las venas del dragón, sino en el mismísimo ojo de la furia divina, pues ese es el ojo de un huracán, un dios encabronado. Entonces, el agua se convierte en una gigantesca escoba que arrasa y barre broza y barullo humano. Oigo en una tertulia que lo ocurrido en las luisianas y missisippis ha roto ese conjuro, según el cual los desastres naturales sólo devastaban a lugares y gentes pobres; y que aquí no distinguió azotando al país más poderoso del mundo, a los ricos. Ya. Pero los ricos de Nueva Orleans pudieron ponerse a salvo. ¿Hay algún financiero entre los ingentes montones de víctimas mortales? La pantanada devoró a los que no tenían a dónde ir ni más casa que salvar que esa heredad que es ahora trizas de leña flotando en la muerte.

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