Les habían prometido que se iban a casa, a sus países, en avión. Marruecos, presionado por la indignación internacional, parecía garantizar un final feliz.
Sin embargo, sólo un grupo de 606 inmigrantes de Malí y Senegal partieron hacia el aeropuerto de Uxda.
A los demás los metieron en autobuses y se los llevaron hacia el sur del país, al Sáhara Occidental. Al desierto.
No fueron los únicos en tomar rumbo a la nada. A ellos se les sumaron varios grupos llegados de Tánger y de Nador, detenidos en las redadas que la policía había llevado a cabo.
La policía magrebí intentó, sin éxito, ocultar su labor a los medios de comunicación.
Mujeres, niños, enfermos. De todo. Sin agua y sin comida. Esposados los unos a los otros y con un asiento para cada dos. En total, 1.200 inmigrantes que Marruecos se lleva a ninguna parte.
Algunas oenegés creen que los indocumentados podrían ser confinados en campos de concentración mientras no se resuelva su situación.
SOS Racismo emitió un comunicado en el que considera que Rabat practica una política de «limpieza étnica y racial».
Extendían los brazos para pedir el agua que algunas oenegés y periodistas les acercaban. Cada botella era consumida en cuestión de segundos y volvía a aparecer por la ventanilla para ser rellenada.
Según Médicos Sin Fronteras «parece que quieren dejar a los subsaharianos tras el muro del Sáhara, una zona altamente minada y controlada por el Frente Polisario».