Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La lotería ha venido

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VICTORIANO CRÉMER
León

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HE DECIDIDO JUGAR a la Lotería, caiga quien caiga. No es que me sobren los euros que, como buen español medio, ando todos los meses como medio español, pero pertenecer como pertenezco, salvo acuerdo autonómico en contrario, español, católico y sentimental y no jugar a la Lotería en este tiempo de la Pascua navideña, es, más que una demostración de inconsciencia, una prueba evidente de mi incapacidad para salir de pobre, que es lo nuestro, después de que se ha demostrado que la porción humana de Castilla y León es de entre todo el puzzle geográfico hispano-hablante, la de menor capacidad económica. Donde sí que pueden jugar a la lotería si les viene en gana, sin mirar las relaciones estadísticas ni preguntar al brujo de la tribu, es en el País Vasco, en Madrid, en Barcelona y puede que hasta en Navarra. Pero nunca o rarísima vez en Castilla-León. Pese a todo y por cerciorarme de que la fortuna no está para el que lo necesita sino para el que le sobra, yo juego en forma de participación discreta mediante la cual, si fuera premiada, aspiro a salir del atolladero cada semana. Tengo fe, todavía y como es sabido la fe mueve montañas. ¿Por qué, por una sola vez, no puede mover la losa bajo la cual estoy más o menos enterrado? ¿Se puede tolerar que, como se cree, la Lotería no toca más que a los ricos? ¿Es cosa de influencias políticas? ¿Hay que pertenecer al partido triunfante para alcanzar tan preciado galardón? ¿Tendrá algo que ver la Conferencia Episcopal?... Me doy cuenta, aunque no lo puedo remediar, de que estoy cayendo en la postración que se produce en todo español al cual no le ha tocado nunca la Lotería. Téngase en cuenta de que el español, salvo excepciones que confirman la regla, además de ser un ser para muerte, que decía el filósofo, es un fiel devoto de la milagrería. Si no todo, sí la parte más importante del espíritu peninsular se fundamenta, se apoya, cifra su esperanza en la casualidad taurina, en el Bingo y en la Lotería. Se me acerca un condiscípulo de cuando yo andaba de Colegio en Escuela pública y en lugar de preguntarme por el posible resultado de las elecciones municipales y autonómicas que se anuncian, me propone hacer o formar parte de un grupo de seres de nuestra condición quinielística, atenidos a los resultados de la Lotería de la Navidad, de forma que el ganador conseguiría el noventa por ciento de lo que se reuniera con las cuotas establecidas y el resto se aplicara para dos premios de consolación. O sea, lo que importa no es participar, como se empeña en asegurar el principio deportivo, sino al menos conseguir un premio procedente del juego nacional. Al menos esta miseria gloriosa serviría para mantener nuestra fe en la justicia distributiva. Y yo le digo que bueno, que más vale esperanza en mano que décimo volando, pero que no se confunda, porque el premio que parece tener alguna significación económica solamente toca a los ricos y a nosotros nos falta costumbre, no porque el rico nace sino porque se hace precisamente teniendo costumbre y habilidad para ser rico. La Lotería, como la jubilosa expresión coral del ruiseñor sólo canta a los poderosos con jardín. Y nosotros -le respondo- solamente decimos nuestra canción a quien con nosotros va. Y los que van con nosotros no son afortunados.

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