Diario de León

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HABLANDO ayer de huesos o güesos del isidoriano panteón de los Reyes y de todos los enigmas que se esconden o suscitan (hasta que alguien decida revelar qué han podido averiguar los expertos después de andar tres años tras su sexo), la imaginación -que no paga entrada en el fabulismo- tiene licencia para hacer conjeturas, porque cabría la posibilidad de que los restos analizados no correspondieran a los reyes o infantas que se asegura duermen allí su sueño de polvo eterno y su noche triste de la historia. O peor: revelan algo vergonzante que no hay que revelar o no se debe (ya lo decía don Camus, Alberto: «Siempre hay dos verdades, pero una no puede contarse»). ¿Quién podría garantizar que esas tumbas no fueron alguna vez profanadas y no sólo por la francesada napoleónica a la que encalomaron de siempre todas las fechorías imaginables, expolios con saña, devastaciones patrimoniales y hasta el vil robo bobo de todas las esculturas que el vulgo en ignorancia supone debió haber una vez en las interminables hornacinas huérfanas de esa fachada en cinemascope monumental de San Marcos?... De todo lo que se dice robaron los franceses, el noventa por ciento tuvo sello de uña y rapiña española; siguió en España; sólo cambió de dueño; la guerra es la guerra, río revuelto. Supongamos una historia ocurrida en lejano siglo: La colegiata atraviesa una situación económica desesperada y no hay modo de obtener recursos para un fin urgente. El cabildo o su abad determina entonces tomar en préstamo las joyas, pedrerías o recamados que se suponen en los sarcófagos reales. Y se procede. Desvestir a un muerto para dar de comer al vivo no sólo es legítimo, sino que lo perdona el cielo y, así, un acto de profanación es un gesto de caridad. Yo me creería una historia tal porque sería verosímil o probable. Y me disculpe Viñayo la maliciosa fantasía, que lo hará, pues es el viejo abad gente de corazón paisano y grande y siempre me replicó con bondad y largura de montañés del Luna mis puyas y cornadas (como Antonio, me disculpó; y como abad, debió absolverme del todo porque jamás insinuó penitencia o ese esquinar el encuentro y hurtar saludo, cosa muy propia de estas calles; y de amigos). Además, Viñayo cuidó, mimó y recreció como nadie la riqueza de esta basílica y colegiata.

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