CRÉMER CONTRA CRÉMER
La invención de la palabra
NO ESTÁ TAN radicalmente comprobado que los poetas sean los verdaderos inventores de la palabra. El idioma que, en suma, es, si se quiere, además de otras cosas importantes, la conjunción gloriosa de la palabra o si se prefiere, el instrumento mediante el cual el hombre consigue transmitir sus pensamientos y poner en orden las ideas; el idioma digo, no es, según mi cortísimo entender sino el triunfo del ser humano en su fase de creación frente a la mudez y oscuridad de los miembros naturales de otras especies. Hablamos porque disponemos de un repertorio indispensable para exponer nuestros estados de ánimo y darle vigor al cerebro. Cuando éste se encuentra sumido en la oscuridad, sin vigor para el juego glorioso del descubrimiento de la rosa y del idioma, el ser humano, haga lo que haga, se queda sencillamente en algo inerte, aunque emita sonidos, en un ente despavorido e inútil para la relación y en una piedra en el camino, sin voz, sin vocabulario, apto para la comunicación entre seres civilizados. Cuando una sociedad se encuentra ciega y muda para el descubrimiento de la palabra justa y necesaria, lo que se produce es el gesto, el epíteto, el exabrupto, que es la forma más terminante de confesar nuestra autodestrucción. El hombre, el ser humano, o es un ser para la palabra, o no es nada. De ahí que los discursos que se suelen pronunciar en estado electoral no tengan demasiado que ver con la palabra que salva, sino con el barbarismo que niega y que aturde los sentidos. Para evitar que la palabra, en peligro de extinción, se pierda y nos quedemos convertidos en energúmenos dotados solamente para la consunción del ruido, se ha promovido una forma de ejercicio intelectual mediante el cual, personajes dignos de admiración por su saber lo que se debe saber, redescubra la palabra, una o varias, que amenazan dejar en blanco nuestro mecanismo de relación. Son palabras de uso ya gastado y perdido en la confusión de los tiempos y de las torpes invenciones de los cafres que otorgan calidad de palabra a lo que no es sino gesto, ruido, vulgarismo. Solicitada la colaboración de algunos de los hombres de más rango y solvencia de nuestro actual cuadro de eminencias, éstos rescataron palabras tan hermosas y de tan obligado uso como andancio, mancado, urdimbre, infanciera, creyencero. Ninguna de estas palabras ha sido, afortunadamente, incorporadas al inglés y menos al repertorio de los hablistas mediante el teléfono móvil, manantiales éstos de los más turbios vocablos para internet. Dámaso Alonso, Presidente que fuera de la Real Academia de la Lengua y poeta antológico, imponía a sus alumnos en sus días de vacaciones el descubrimiento de aquellas palabras que fueran de uso todavía en sus respectivos pueblos. No estaría de más que se obligara a los políticos a interesarse por palabras ocultas, en riesgo de extinción, para que pudieran enriquecer sus malbaratados discursos.