Diario de León

LUIS ARTIGUE

El gigante de Santo Domingo ha muerto

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EL AULLIDO
León

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LOS NIÑOS TREPAN al árbol desde el tronco hasta la copa, pero el artista sube por el interior como la savia. Se me ocurrió esta imagen la primera vez que hablé con Amancio González a propósito de su obra El Gigante de Santo Domingo , proeza escultórica recostada como un héroe después de la batalla justo ahí, frente a la Librería Pastor, «en el frío pavimento del amor» por decirlo con un verso de Willian Carlos Willians. Entonces Amancio -rostro romano y sonriente, manos de obrero del alma, ojos de toro de lidia y porte de gladiador- me contó la historia de esa memorable obra artística convertida con el tiempo en un ciudadano de excepción. Y, mientras me hablaba, las palabras iban modelando otra vez esa obra -continuaban ajustando volúmenes y descubriendo formas- revelando así un sentido que yo no había captado y hoy, ya que esa escultura acaba de desaparecer, quisiera compartir con ustedes. Y es que reconozco que cada vez que pasaba ante esa alegoría -ante esa exaltación del vigor y la reposada desmesura- pensaba en Guilliver: el gigante entre los enanos. Pero Amancio me contó que en su pueblo había un negrillo enorme carcomido por dentro en el que jugaba con sus compañeros de infancia, y al cual trepaban juntos por el interior. Juguete natural, espectador del crecimiento humano, torre viva o pasado rescatado de la ruina, aquel negrillo se convirtió en un símbolo; el de ese paraíso perdido del que habla Milton refiriéndose también a la infancia. En primavera, aunque el negrillo estaba seco, brotaban desde el suelo ciertos chupones verdes, casi vida después de la muerte, sol que sale tras la tormenta eléctrica. Ese gigante, esa escultura, nació como un eterno recuerdo emocionado a aquel negrillo, a aquella infancia. Una de sus manos estaba por eso colocada para que jugasen los niños y la otra, enormes dedos, rememoraba a los chupones que brotan cada primavera como una nueva esperanza. Cinco dedos que se alzaban intentando certificar que siempre existe la posibilidad de rebrotar. La escultura como un idioma interior, emocional, universal. Como alguien que nos habla sobre nosotros mismos con voz de todas partes. La canción de las cosas. Amor en piedra. Por supuesto volví después a ver esa enorme metáfora -después de nuestra conversación- y ya no pensaba en Guilliver, sino en mi propia infancia y en Antonio Machado cuando su esposa Leonor estaba despidiéndose de la vida en el Sanatorio del Alto Guadarrama. El poeta caminaba entonces por Soria y vio un olmo también seco de cuyo interior brotaban igualmente algunos chupones verdes. Pensando en Leonor y en su posibilidad de rebrotar escribió en carne viva un poema altovoltaico que acaba diciendo: «...olmo, quiero anotar en mi cartera/ la gracia de tu rama verdecida./ Mi corazón espera/ también, hacia la luz y hacia la vida,/ otro milagro de la primavera». Estimado artista, inventor, guía, gigante entre mil enanos o lo que sea que seas: un conductor borracho ha destruido tu escultura, sí, pero has de saber que el Gigante de Santo Domingo ha muerto y dado vida, y el hecho de que ahora esa acera esté vacía bien parece otra escultura tuya invisible que nos encoge el corazón, y nos lo llena de ausencia, y nos hace pensar en la muerte. Suponemos que, como pasa en las películas realistas, el conductor será insolvente, el seguro no se hará cargo y, como el Ayuntamiento está en quiebra, no habrá restauración posible. Pero será ahora cuando, al pasar por allí, nos daremos cuenta de que el Gigante de Santo Domingo estaba vivo, que ése era su sitio, su destino, y tu triunfo no buscado se agigantará mientras echamos a tu escultura de menos: mientras la ciudad mira a esa acera y siente ya no una ausencia, sino una amputación¿ Lo escribió George Steiner: «Cuando se va la belleza siempre deja paso al drama».

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