Diario de León

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ESTOS paisajes de rincón recoleto u oculto que aún por aquí ves y gozas tienen de espacio virgen lo que tú y yo de mecánicos de la Talbot. Lo parecen a veces, pero alguna vez fueron hollados por pisadón, garlopados de azada, sajados por un camino, tallados por el barreno o por el fuego... intervenidos. Y no hemos dejado siquiera un pañuelo de diez kilómetros cuadrados donde la dictadura sea sólo natural y no paisana, un paisaje virgen de verdad, lo que no quiere decir que no sean guapos muchos de los paisajes donde el hombre metió el cazo de apañar, el de rebañar y el de la retroexcavadora. Ahí tienes lo valdeonés y sajambrino, los puertos de pasto, la urdimbre de prado menudo en los valles de Tejerina o Pombriego, los montes donde se segaba el roble que hoy ciega sus viejos caminos carretales porque el butano y la despoblación les dieron un respiro en su destino de leña y estufa... o los pagos encineros de Bécares donde alguna encina fue indultada y se echa a la espalda esgañada quinientos o más años. Esos paisajes equilibrados entre lo que fue la mano del hombre y su vigor natural, esos empates entre la codicia y la savia, crearon una realidad con su belleza... y con su propia vida. Gracias, por ejemplo, a que se sembró escanda, centenos, cebadas y trigos en Valdeón, había especies de pájaros que ya no se ven desde que se desertó del arado. No poca riqueza biológica y paisajes dependen de la interacción humana, pero no interesa mucho al biólogo firulí y maximalista que se la coge con papel de fumar. Muchas tareas tradicionales, muchos cultivos y andares, tallaron esos paisajes y, de alguna forma, deberían mantenerse esas actividades si no queremos mandarlos al tacho de lo muerto, a esa vida fósil que ya jamás volveremos a ver por mucho museo etnográfico que se invente para reflejarla de lejos y colocar a la peña. Si en la Cabrera se pagara a una familia para que siguiera en su faena tradicional, sus prados y corrales, su cuadrina y conejeras, su apaño en cuévanos y carretas, en sus artesanales componendas, tendríamos un museo de verdad para que el visitante de lejos se hiciera una idea cierta y rotunda de lo que era esa vida que en ningún caso se vislumbra en el museo que allí levantaron y en la millonada que devoró. Lo vivo es el mejor museo. Pero los vivos de piso están a lo que están.

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