Diario de León

TRIBUNA

La ‘conspiración de salón’ o el disfraz de la herencia arbitraria

Publicado por
Eugenio Nkogo Ondó Catedrático de Filosofía, jubilado
León

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E stamos ya concluyendo el año de la gran efeméride, en la que todos los medios de comunicación, nacionales o regionales, han hecho eco del talento que supo llegar al tan exaltado consenso por el que transcurrió la transición, olvidándose totalmente de los influjos de Washington y de Bonn. En efecto, un poco avanzada la década de los 70 y a principios de la siguiente, cuando los americanos y los alemanes empezaban a reforzar sus antiguas estrategias pensando en la desaparición del generalísimo Franco, los primeros para negociar con él le enviaban militares de alto rango, así, en febrero de 1971, vino a Madrid el reconocido general Vernon Walters, mientras que los segundos (los alemanes) encargaban el asunto al SPD y a la Fundación Ebert, siendo Robert F. Lamberg, uno de sus destacados miembros. Este será precisamente el que, en un informe sobre su visita a España emitido el 27.10.1966, detalló a sus organismos competentes que le había resultado chocante comprobar que los activistas «demócratas españoles» fueran intelectuales, cuya labor de agitación se dedicaba o se limitaba «a una conspiración de salón» bien conocida y permitida por las autoridades, una buena prueba de que el franquismo sólo podía tolerar aquello que no perjudicaba a su régimen. En consecuencia, esos intelectuales «no arriesgaban más que una multa o una corta estancia en prisión, mientras que los activistas obreros se enfrentaban por sus acciones ilegales a duras penas de cárcel». Los que llegaron a Madrid en 1967, como es mi caso, se acordarán del nombre del gran líder sindical y fundador de CC OO, Marcelino Camacho, quien pasó nueve años en la cárcel de Carabanchel.

En estas circunstancias, si las formaciones políticas que pertenecían a la ideología dominante ya estaban bien encarriladas, lo extraño fue que la llamada izquierda, en concreto el PSOE, la aceptara sin ninguna resistencia. Para el partido en cuestión eso era, es todavía, una especie de disfraz de la herencia impuesta por la arbitrariedad de una de las dictaduras férreas del siglo XX. Esta posición abriría una brecha irreparable en su seno dando lugar al PSOE del Interior y del Exterior liderado por el antiguo secretario general Rodolfo Llopis, quien, tras la caída de la Segunda República, cruzó la frontera y se instaló con sus seguidores en Toulouse, consiguiendo un alto grado de estima a nivel internacional. Era imposible que aquellos que habían luchado contra Franco aceptaran sus consignas, un imperativo que los enfrentaba a los del Interior, donde aparecen diversos grupos: el de Pablo Castellano, que mantiene estrechos vínculos con los sindicatos alemanes; el del profesor Tierno Galván, quien viaja constantemente al extranjero, sobre todo a Alemania, para recabar un eventual apoyo de la Internacional Socialista, cuya actividad despierta cierto recelo en los demás grupos socialistas regionales o provinciales que, paralelamente, se proponen alcanzar el mismo objetivo.

Para ello, inician su primer asalto a la sede de Toulouse, en el XI Congreso que se celebra en ciudad, en agosto de 1970, en el que Felipe González, el delegado de Sevilla, en un tono desconocido en semejantes foros, le echa en cara al veterano político republicano que: «Usted representa lo que Europa no quiere. Usted recuerda lo que nuestros compañeros socialistas europeos quieren olvidar. Usted, que ha luchado por la democracia, ya no la representa.» (Alfonso S. Palomares, Felipe González, el hombre y el político, Barcelona, Ediciones B, 2005, p. 94, citado por Antonio Muñoz Sánchez, El amigo alemán, el SPD y el PSOE, de la dictadura a la democracia, prólogo de Ángel Viñas, Edición RBA Libros, S. A., Barcelona, 2012, p. 99-100).

Este protagonismo de uno de los portavoces del PSOE Interior se incrementará cada vez más con el explícito visto bueno del régimen, hasta el extremo en que uno de los más expertos del tema ha afirmado que el almirante Carrero Blanco «eligió a Felipe González».

Por esta vía, se llega a la defenestración del verdadero PSOE, el del exilio, en el XIII Congreso que tuvo lugar del 11 al 13 de octubre de 1974 en la ciudad francesa de Suresnes, Hauts-de-Seine, París, cuyo resultado fue denunciado por Pablo Castellano en estos términos: «aquel congreso de consagración del cesarismo filipista acabó cuando el señor Guerra, uno de los miembros de la presidencial mesa, arrancó de un irascible tirón el cable del micrófono para que no pudiéramos expresarnos los que discrepábamos, no ya del hecho del asalto al poder, sino de los extraños métodos con los que este había sido meticulosamente preparado».

Este será, entre otros, uno de los mejores testimonios del suceso recogidos por Manuel F. Monzón Altolaguirre, general de Brigada de Infantería, y Santiago Matas, en El sueño de la transición. Los militares y servicios de inteligencia que la hicieron posible. La Esfera de los Libros, S. L. Madrid, 2014, p. 73 y 74. A esas manifestaciones, añaden: «Las contradicciones de Felipe y del PSOE en Suresnes permanecen hasta hoy».

Del fondo de esas contradicciones, surte otra que conduce a la puerta del congreso mundial del SPD que se inaugura el 11 de noviembre de 1975, en Maguncia. Aquí, Willy Brandt, habiendo sido aconsejado por Gustav Heinemann a que invitara al PSOE del Interior, requiere la presencia de su representante, Felipe González, quien, en contra del equipo anfitrión que abogaba por la restauración de la III República, sorprende a todos con un discurso moderado que defiende ciertas formas, sin duda imprecisas, y no una ruptura con el régimen franquista (Antonio Muñoz Sánchez, o. c. p. 214-215). A pesar del revés, los alemanes impondrán sus condiciones a los camaradas españoles y a toda España... Inmersos en la perplejidad, esos socialistas que optaron por actuar bajo el paraguas dictatorial, no sólo se oponían a sus adversarios más próximos, sino también a la voluntad general del SPD, uno de sus principales patrocinadores. En este espacio limitado, entra doblegado el PCE con Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri…

El balance de esa colaboración forzosa recibió el nombre de consenso, cuyo fruto fue la elaboración y la consiguiente aprobación de una carta magna que justificara el orden establecido. De ahí, la interminable controversia que trasciende no sólo el presente sino también el futuro del Estado, exigiendo una solución realista y definitiva.

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