Diario de León

El mito del Cervantes progresista

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Miguel de Cervantes no es solo el mítico creador del libro más famoso de la literatura española. A su alrededor se alza un aura de escritor progresista. Soledad Fox Maura, en  Flaubert y el Quijote  (Renacimiento, 2021), sostiene que cuestionó los valores sociales que imperaban en los siglos XVI y XVII. El personaje del hidalgo manchego, a su juicio, podría leerse como una parodia de los conquistadores hispanos: «hombres que salían con visiones caballerescas de grandeza, a buscar la gloria, a desfazer los entuertos que se imaginaban existían en civilizaciones no españolas».

Pero… Las obras de Cervantes dan a entender justo lo contrario, una rendida admiración hacia figuras como Hernán Cortés. En  El licenciado Vidriera , una las «novelas ejemplares», se elogia al extremeño por haber conquistado Tenochtitlán, una ciudad que no desmerecía comparada con Venecia. Por otra parte, en el Quijote, cuando el Cura elige los libros del protagonista que va a salvar y los que va a condenar al fuego, indulta el clásico de Alonso de Ercilla,  La Araucana , un poema acerca de la conquista de Chile. Este gesto refleja la aprobación del autor, no la condena, respecto a las gestas militares de los españoles en las Indias.

Se ha supuesto que el «príncipe de los ingenios» se distanció la ideología de la España inquisitorial por distintos motivos, uno de ellos su origen hebreo. Lo cierto es que, por la escasez de datos acerca de su familia, no podemos certificar que sus antepasados fueran conversos. Sobre este punto lo único que tenemos son especulaciones. La ausencia de un linaje «puro» explicaría que un héroe militar de gran calibre, presente en la legendaria batalla de Lepanto, no se hubiera reintegrado a la vida civil con un cargo acorde a sus méritos.

¿Discriminación religiosa? El hecho de que tuviera que conformarse con ser un simple recaudador de impuestos puede explicarse de otra manera: el futuro escritor, a fin de cuentas, era uno de tantos soldados que mendigaba una colocación.

¿Qué tenía de especial en aquellos momentos para que le prestaran más atención que a otros? Además, aunque demostráramos que sus abuelos fueran conversos, eso no tendría la mayor trascendencia. Cervantes no demuestra un conocimiento del mundo hebreo más allá de los estereotipos corrientes entre los cristianos. Sancho Panza incluso se declararse enemigo mortal de los judíos, algo que a sus ojos constituye un motivo de orgullo.

Se ha señalado también, como un rasgo particular de la mentalidad cervantina, su oposición a las normas sobre limpieza de sangre. Nuestro escritor, en efecto, afirma que no es un buen árbol genealógico lo que importa sino la virtud personal: «la sangre se hereda y la virtud se gana; y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale». Esta idea, sin embargo, era un lugar común en la España de la época. El dramaturgo Calderón de la Barca, al que nadie tiene por subversivo, decía exactamente lo mismo.

Sería exagerado, a partir aquí, llegar a la conclusión de que el Quijote muestra un mundo en el que los personajes poseen valor por sí mismos, no en función de la familia a la que pertenecen. Cervantes era un genio literario, no un revolucionario social. En sus obras no se propone cuestionar las jerarquías propias de la España barroca. De ahí que los «villanos», es decir, los campesinos, aquellos que, al contrario que los hidalgos, no pertenecen ni siquiera a los grados inferiores de la nobleza, aparezcan como figuras cobardes. El caso de Sancho Panza es, en este sentido, muy claro. Le preocupa comer, no ser un héroe.

Se entiende, desde esta óptica, que el valor es una cualidad distintiva de los caballeros. Por eso mismo, don Quijote demuestra un sentido muy acusado de su propia superioridad. Así, al encontrarse frente a un grupo de arrieros, no se le ocurre otra cosa que decir que son «gente soez y de baja ralea».

Además, después de liberar a unos condenados a galeras y de que éstos se lo paguen apedreándole, lamenta su olvido de la sabiduría popular: «Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar».

También se ha sugerido que Cervantes sería un progresista no solo en el sentido social sino en el religioso, por su oposición al fanatismo propio del catolicismo contrarreformista. Según Soledad Fox, la crítica a la caballería vendría a esconder la denuncia de la barbarie de la institución eclesial, basada en la represión y en la mentira.

Cervantes, si aceptamos esta interpretación, sería una especie de librepensador opuesto a desmanes como la quema de judíos o de libros. En esta línea, hace ya años, el novelista Juan Goytisolo le presentó como una figura contraria a la expulsión de los moriscos, como un hombre de miras amplias que habría recogido la voz de las víctimas en nombre de la libertad de conciencia. En realidad, nos hallamos ante un partidario entusiasta de la decisión de Felipe III. España, en su opinión, hacía bien en deshacerse de un sector de la población que constituía una peligrosa quinta columna.

Lejos de ser un heterodoxo, nuestro autor creía profundamente en los valores de la que consideraba única fe verdadera. En cierta ocasión, don Quijote hace una apología de la sociedad estamental, en la que el clero sirve a la colectividad con sus oraciones y los militares con su valor en combate: «Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra, pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden».

Cervantes era un genio literario, no un revolucionario social. En sus obras no se propone cuestionar las jerarquías propias de la España barroca

Nuestro caballero andante, como creyente convencido, ciñe su actuación a los límites morales que le marca el catolicismo. Su trabajo, según confesión propia, posee un inequívoco sentido cristiano: «Hemos de matar en los gigantes a la soberbia». El héroe, por tanto, no solo lucha contra la injusticia en un sentido laico, también pretende combatir el pecado. La caballería, vista así, sería otro camino hacia la santidad.

Nada nos permite, con los textos en la mano, dudar de la sinceridad religiosa de Cervantes ni de su ortodoxia. Cuando en la segunda parte del Quijote alardea de que en la primera no hay «una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico», lo suyo nada tiene que ver con el postureo.

Aunque quede más romántico imaginar al gran novelista como portavoz de las minorías, resulta mucho más probable que representara a la España mayoritaria. Desde un punto de vista literario, de todas formas, eso no añade ni quita ningún mérito.

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