Diario de León

TRIBUNA

¿Qué nos queda de los juegos tradicionales?

Publicado por
Manuel Arias Blanco profesor jubilado de Secundaria
León

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Y a en la escuela, desde muy niños, la vida transcurría, sobre todo si vivías en un pueblo, entre desplazamientos y la secuencia de juegos que se iban alternando estación a estación. El buen o mal tiempo jugaba un papel trascendental, de manera que nos acoplábamos fácilmente a la intemperie. Seguro que aquellos juegos han pasado a mayor gloria, no sé si fruto de otros adelantos más atractivos o sofisticados. Solo hay que mencionar el móvil o la tablet para que nos hagamos una idea de por dónde van los tiros. También hay que tener en cuenta que los niños y las niñas estábamos separados, al menos por un elemental muro. Eso puede arrojar cierta luz sobre el contenido de algunos juegos que se van a describir de una manera somera.

Uno de los que más me llevan a aquellos tiempos por su feliz recuerdo es el pañuelo. Se formaban dos equipos, uno a cada lado y a mitad de distancia se ponía una persona con el pañuelo. Éste decía un número y salía uno de cada partido hasta el lugar del pañuelo. La gracia era llegar antes y cogerlo y volver a su «casa» sin que el contrario te tocara. Ganaba el que llegaba ileso a su campo, en tanto el contrincante quedaba eliminado. Así hasta que quedaba un equipo fuera de combate. Fuera del ámbito escolar podía estar formado por niños y niñas.

El burro era otro de los más típicos. Se jugaba también por equipos de 5 o más personas. Había una madre, así llamado al que encabezaba la fila de personas agachadas, entrelazadas las cabezas entre las piernas del anterior. Luego saltaban encima otros tantos. Una vez han saltado todos, el primero decía «churro, media manga o manga entera» y los de abajo tenían que acertar la figura que se representaba. Si acertaba se cambiaban las tornas y los agachados pasaban a saltar. Y así sucesivamente. Era un juego algo bestia.

El rescate consistía en que unos se escondían y otros iban en su busca. Había un sitio central donde quedaban los «prisioneros» o apresados y ganaba el equipo que conseguía coger a todos. Claro que si uno de los escondidos llegaba al lugar central antes que el enemigo rescataba o salvaba a sus compañeros y quedaban nuevamente libres. Ganaba el equipo que lograba apresar a todos.

El marro (o manro) era una variante del rescate, pero a campo descubierto. Se hacía en el mismo patio y lo formaban dos equipos que se situaban a cada lado, uno enfrente del otro. Consistía en capturar enemigos. Podías rescatar compañeros si llegabas a la zona del enemigo y nadie te pillaba. Ganaba el equipo que capturaba a todos.

El castro (o tejo, rayuela…) se jugaba entre dos o más. Se pintaban en el suelo unas casillas —de 6 a 11— y se tiraba un tejo. A la pata coja se iba empujando el tejo con el pie hasta la salida. Tenía múltiples variaciones: saltar casillas, no hablar, etc. Era más propio de niñas.

Las canicas (o gua): juego de primavera-verano que consistía en introducir una canica o bola en un agujero o gua desde cierta distancia. El que primero la metiera ganaba. El premio solía ser la propia canica. Las reglas eran variadas: quién tiraba primero, obstáculos para que el otro no la metiera, etc.

Las chapas era típico de primavera-verano y consistía en recorrer un circuito con sus curvas y rectas. Lo curioso era su elaboración: chapas de las botellas que se decoraban con los rostros de deportistas o de otros personajes, con su cristal y su masilla. Ganaba el que primero llegaba a meta y se lanzaban las chapas con los dedos respetando el circuito con las consiguientes penalizaciones en el supuesto de salidas de pista, etc.

El escondite era también de primavera-verano y trascendía el ámbito escolar. Uno «se ponía» sin mirar a contar, normalmente hasta cien, mientras el resto se escondía. Luego se trataba de ir descubriendo a todos y se salvaban aquellos que llegaban antes al lugar inicial o «casa». A veces, valía salvar a los compañeros —«por mí y por mis compañeros»—. Según se iban descubriendo el buscador tenía que proclamarlo de viva voz —por fulano—. Si se salvaban todos, volvía a «poner» el mismo de antes. Una variante es el escondite inglés: se ponía uno de espaldas y el resto a cierta distancia y contaba tres y se daba la vuelta. Si encontraba a alguien moviéndose tenía que retroceder. Consistía en llegar a donde estaba el que se ponía sin que le viera moverse. Al que pillaba tres veces en movimiento tenía que «ponerse».

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