Diario de León
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El invento del maligno josé javier esparza

HayAntena 3 lleva un par de semanas emitiendo en su -˜prime time-™ del jueves un reality solidario: se llama El secreto, es la versión española del formato británico The Secret Millonaire y aquí lo ha producido OnTV. ¿De qué se trata? De escoger a un profesional de éxito, llevarle a vivir como voluntario con gente menesterosa y filmar el resultado. De la ducha fría del protagonista se ha de deducir, si todo sale bien, un camino de cambio personal. O sea, arriba y abajo. Vaya por delante que es un buen programa: está bien hecho, cuenta cosas edificantes, es decente y creo que a todo el mundo le hará bien verlo. Pero eso no quita para que aquí busquemos los tres pies del gato, que esa es nuestra función. Veamos. La teoría del programa consiste en esto: ponga usted a un tiburón a cuidar de los boquerones. O sea, coja usted a un hombre rico, con el consabido perfil que se le atribuye en nuestras sociedades -“egoísta, ambicioso, duro, depredador-, y conviértalo en bienhechor de los necesitados, con sus consiguientes atributos -“más virtuales que reales- de austeridad, sobriedad, solidaridad, etc. En el discurso inicial de El secreto hay un evidente tufillo de, por así decirlo, «lucha de clases versión 2.0», o sea, pobres contra ricos en oposición sentimental y sin mayores consecuencias subversivas. Es un planteamiento un tanto artificial, como corresponde a nuestro tiempo, pero, después de todo, no deja de reflejar un determinado mapa social y, por otro lado, en eso consiste el espectáculo. Ahora bien, para que el guión responda a las expectativas es preciso que el rico, o sea, el protagonista, cumpla con el perfil requerido: duro depredador. Y eso es exactamente lo que fallaba esta semana pasada, porque el rico en cuestión -“un joven empresario zaragozano- resultó ser una bellísima persona, sensible y bonachón, al que el propio programa nos definía como «católico ferviente» (o sea, predispuesto al amor al prójimo por convicciones personales) y, además, con antecedentes en el ramo, porque su madre ya había fundado una casa-cuna. Conste que esto, lejos de restar interés al programa, se lo añadió: nos ofrecía el retrato de una gente buena, buenísima, de esa que uno piensa que ya no hay. Pero semejante exposición altera el planteamiento inicial, porque rompe el sentido «de clase» que El secreto pretende aportar. Quizá la alteración, a fin de cuentas, no deja de llevar implícita una enseñanza: la sociedad siempre son personas, rara vez son categorías. Y cuando son buenas personas, hay razones para felicitarse.

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