Diario de León

Los cafés leoneses, el arte del buen vivir

Los archivos de la memoria leonesa están repletos de anécdotas y sucedidos referidos al verano, un tiempo para amar y disfrutar

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Fieles a nuestra cita anual con la sección «León al sol», empeñada en combatir los rigores caniculares a base de optimismo refrescante y una dieta de buen humor, en esta ocasión vamos a recuperar una colección de postales del pasado consagradas a esta venerable corte de los Ordoño, los Alfonso y los Bermudo. Aquel León de sabor arcaico y mentalidad anticuada ponía en marcha, una vez llegados los calores, una serie de rituales profanos que forman parte del código genético local. Mientras un sol de oro joven extendía sus rayos bienhechores por calles y plazas, las gentes salían a festejar el simple hecho de vivir y de estar. Días dorados y tejidos de vanidades se sucedían sin tregua, mientras nuestros abuelos se sumergían en inocentes deleites que pretendían combatir los abusos del termómetro.

La gran carga costumbrista de la época se pone de manifiesto en los distintos hábitos y gustos veraniegos de los leoneses. Por costumbre y tradición, una de las formas ideales de escabullirse del sol moreno y pegajoso consistía en refugiarse en los cafés que abrían sus puertas a lo largo y ancho de la madeja urbana. Lugar de encuentro, tertulias y lectura gratuita del Diario de León, los cafés de antaño presentaban un hermoso golpe de vista debido a las elegantes mesas de mármol y los camareros de chaquetillas blancas y extraordinario saber hacer.

REFINADA CALIDAD

El arte del buen vivir se ponía de manifiesto en un puñado de establecimientos que, si hablamos de criterios de refinamiento y calidad, no tenían nada que envidiar a los de Madrid o Barcelona. El latir de la capital pasaba en buena medida por el fuego cruzado de las conversaciones y risas que se daban entre la clientela, siempre atareada entra tazas de una bebida merecedora de las más elogiosas rimas poéticas:

Venga café sin cesar,

hasta saturar mi ser,

de ese mejunje sin par,

cuyo sabor al gustar,

llena el alma de placer

El café por antonomasia de León es el Victoria, una denominación que curiosamente se repite en otros muchos lugares del orbe. Inaugurado en 1887 por don Evaristo Gómez en la misma casa donde aún se encuentra, su decorado primitivo presentaba una panorámica de elegantes sillas, cómodos butacones y hermosas lámparas de araña colgando de los techos. El agua para el servicio procedía de la cercana fuente de la plaza de las Palomas, mientras que el hielo de los célebres granizados se traía de los Altos de la Nevera, ocupados en la actualidad por el polígono de San Esteban. El Victoria tenía una granja propia, en la que se elaboraba la leche para la exquisita leche helada con canela.

En sus salones se gestó, durante largas décadas, buena parte de la vida ciudadana. Allí se apañaban las elecciones en época de los caciques mediante la habitual compra de votos, y los ganaderos y feriantes llegaron a dormir en sus mesas cuando las fondas de la ciudad estaban abarrotadas, pues el Victoria nunca cerraba. En su barra se despidió a los voluntarios alemanes de la Legión Cóndor al finalizar la Guerra Civil, y también acogió a peñas como la de los médicos o los abogados. Algunas, incluso, pagaban anualmente sus consumiciones. En 1930, como concesión a los tiempos modernos, se abrió dentro del establecimiento el llamado Bar Americano, diseñado por el arquitecto Cárdenas, al que empezaron a acudir las mujeres. Algo nunca visto en esta ciudad de alma antigua y tradicional.

javier tomé

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