Diario de León

Luis Artigue EL AULLIDO

Por la Calle Ancha

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León

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El otoño tiene estas cosas. Salgo de casa con rumbo hacia la calle, hacia la vida, y me topo con alguna conocida de cuyo nombre quisiera acordarme y no hay forma, dos besos, hablamos con cortesía recíproca, nos miramos y de pronto ella me dice que el desánimo se cura con comidas de muchos colores, y escuchando viejos discos de Los Flechazos. ¿No es genial? Antes de despedirse me susurra al oído: prueba con un helado de tres bolas mientras pones en el equipo de tu casa un vinilo que incluya la de Viviendo en la era POP... Ya ven. Luego sigo caminando por esta fría ciudad sin ser el mismo, el tráfico, la gente; hojas secas por el suelo aún me hablan del otoño pero ahora ya conozco el antídoto. Tal vez es la vida la que tiene estas cosas. Brillan sorpresas por la calle para quien camina predispuesto a encontrarlas, para los que olvidan el estrés por un instante y llegan a la Calle Ancha con rumbo hacia la Catedral entre los músicos armenios y un coro de polifonía sacra rusa, -¡hay vida antes de la muerte!-. No hace frío, ni calor, ni sol, ni sombra. Hoy las niñas hermosas parecen haberse puesto de acuerdo para echarse todas a la calle, y vienen, vuelven, pasan a mi lado indiferentes como pidiendo entrar en mis poemas. Aparece una hippie, y una señora con abrigo de visón que avanza comiendo un helado de cucurucho, ¡qué contraste!, y un guardia con paso de vaquero, y un cura bajito con sotana y negro sombrero que parece salido de una novela ejemplar de Cervantes, y un tuno, campanadas, padres, madres mientras camino pensando que en el decorado de León no hay figurantes ni protagonistas y todos somos imprescindibles personajes secundarios igual que en Amarcord de Fellini. Vuelvo a estar contento de haber nacido aquí. Y otra vez renuevo la sensación de que ésta es La Ciudad Inventada que llamó Juan Pedro Aparicio, espacio en el que suceden constantemente novelas, poemas y cine vivo de neorealismo italiano aunque los lugareños que la habitan, en general, no se den cuenta. ¡Qué pena! Basta un paseo tranquilo y perspicaz para reconciliarse con este pequeño punto del mapa. Un paseo. Caminar mirando las caras de la gente, sumando sus sensaciones a las propias, dejándose imbuir por el ritmo colectivo de la ciudadanía, y parándose a observar las espontáneas manifestaciones de belleza: ya saben, el reclamo sonoro de un afilador que me devuelve a la infancia, una paloma que junta su pico al de otra para compartir comida, cierto niño de unos seis años que se suelta de la mano de su padre en mitad del paso de cebra para volver a la acera y ayudar a un ciego a cruzar a la otra orilla, el mendigo que me desea salud y suerte, turistas, una jovencita con síndrome de down maquillada y con los labios muy pintados mientras yo me la imagino ante el espejo gustándose a si misma, ¡guapa!, el cielo azul metálico, gatos, un matrimonio de abuelos que caminan cogidos de la mano, música callejera y descubrir entonces que el paseo es el paraíso de las enumeraciones. Sí, conseguir la velocidad precisa para pasear es como tomarle el pulso a la ciudad. Mientras latimos con ella acompasados la realidad nos muestra su lado emocionante y descubrimos que hay magia en todas partes. Nos sentimos bien con nosotros mismos al ver todo eso que está ahí y en lo que nadie parece reparar. Hay ángeles entre nosotros, pero, ¿nosotros estamos preparados para verlos?. Un paseo. Una expedición. Afilar la mirada... Entonces somos poetas, como ya dejó escrito Rafael Argullol, en contacto con el origen. Somos el primer hombre que contempló el arco iris, y el primero que penetró en los secretos del templo, y el primero que escuchó las voces purísimas que convocaban al extravío. Como si nadie nos hubiera precedido en la experiencia de la belleza, porque en aquella primera ocasión ya estábamos nosotros. Sé que empieza a hacer frío. Aún así les recomiendo un paseo por la ciudad recién atardecida. ¡Feliz encuentro!

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