Diario de León

La espada de Durandarte, en las Médulas

l José Ortega Spottorno recrea una región «de las más bellas de España». León como escenario literario es tema inagotable. Traemos hoy a estas páginas un ejemplo más, firmado por José Ortega Spottorno (Madrid, 1918-2002)

Vista aérea de las Médulas. Arriba, José Ortega Spottorno

Vista aérea de las Médulas. Arriba, José Ortega Spottorno

Publicado por
alfonso garcía
León

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E l hijo del que fuera uno de nuestros más reconocidos filósofos, José Ortega y Gasset, responde más al área de la ingeniería y la edición. Al regreso del exilio, volvió a editar la Revista de Occidente , que había fundado su padre. Y en 1966, con la finalidad de dar a conocer las grandes obras a un mayor sector de la población, crea Alianza Editorial, funda más tarde la empresa Prisa y promueve la creación del diario El País . Senador por elección real, es autor de numerosos libros de memorias y de ensayo. Y de creación.

Concretando su labor creadora en la narrativa, escribió una novela (Área remota ) y dos libros de relatos: Amores de cinco minutos y Relatos en espiral . Sobre este último centramos la mirada. Se trata de un conjunto de historias, reales y ficticias, que tienen, en su conjunto, un claro afán de conocer los hilos ocultos de la historia. Dieciséis relatos, agrupados en bloques temáticos, originales y de calidad, entre los que destacamos el titulado La menora , síntesis de realismo y fantasía en el mágico espacio berciano de las Médulas. Dedicado «a David Gustavo López, cuya Guía de Las Médulas me hizo descubrir uno de los lugares más asombrosos de España», el relato se inicia abundando en este tema: «No creo que el lector pueda comprender cabalmente lo que aquí se relata si no conoce el rincón de las Médulas, en el Bierzo leonés». Una razón más para la visita.

Barrancos descarnados

El narrador cuenta cómo en medio de una nevada, llegó a Sancedo, un pueblecito del Bierzo Alto, «donde acababan de nombrarme médico rural». Allí «la señora Vespasia resultó ser muy útil. Era viuda, sin hijos y sin posibles y se tomó con muchas ganas su papel de ama de casa». Al margen de su actividad profesional, comenzó a visitar «lugares de aquella región tan poco conocida, no obstante ser, a mi juicio, una de las más bellas y variadas de España». A lomos de una yegua, en la vieja furgoneta del señor Matías, el alcalde, o acompañado por Carrasco, el farmacéutico, en su desvencijado Chevrolet.

«Carrasco —escribe—, hombre de unos sesenta años y con cierta cultura, natural de Villafranca, se conocía palmo a palmo todo el Bierzo». Así conoció el lago de Carucedo, «famoso por sus anguilas», el Mirador de Orellán, «donde se me apareció de pronto el extraordinario espectáculo de las Médulas», que describe brevemente pero con una ejemplar intensidad: «Imagínese el lector —dice— un gran anfiteatro bordeando la montaña socavada, con barrancos descarnados y soberbios desgarres y una sinfonía de picachos rojizos que se elevan en extraños engreimientos como si un enorme gigante se hubiera entretenido en construirlos».

Deslumbrado por estos pasajes, el narrador cuenta las sensaciones recibidas y una necesidad interior de volver a recorrerlos. «Tanta emoción me había producido este descubrimiento que acudí después varias veces, yo solo, a recorrer más sosegadamente las diversas minas y cuevas de Las Médulas».

Entre deslumbramientos y emociones, la tensión del misterio.

cortejo de brujas

Recorriendo espacios y cuevas de aquellos parajes de las antiguas minas de oro romanas, en la cueva de la Encantada va a contemplar, inesperadamente, un espectáculo inaudito: «Un cortejo de brujas llevaba en andas el cuerpo desnudo —o el cadáver, pensé— de una mujer joven mientras tañían instrumentos, que sonaban como gaita y laúd, con músicas infernales». Abunda en el espléndido cuerpo de aquella mujer: «Vi también su rostro, un rostro maravilloso, con unos ojos grandes y de purísimo azul».

Aquel «aquelarre auténtico» le afectó. Descrito con la minuciosidad que permite el relato, hay algunos misterios que se van aclarando en la continuación del proceso narrativo, que mantiene el suspense y la intriga. Un día doña Elenena —«la menora, porque así se le decía cuando se quedó huérfana de muy niña»— hace llamar al médico porque se encontraba enferma. Bueno, la enfermedad era la disculpa. Porque, en realidad, le dice, «llevo mucho tiempo esperándole». Aclara: «Lo que quiero decir es que estaba esperando desde hacía tiempo, en estas soledades del Bierzo, un hombre como usted».

Doña Elena, la menora, cuenta que va mucho a las Médulas. Y le explica por qué. «Me dijo [su marido] que allí existía un misterio que tenía que dilucidar. Era muy aficionado a la Historia y, en particular, al ciclo carolingio y el Cantar de Roldán. Estaba convencido que Durandarte, la espada del legendario caballero, al sucumbir en Roncesvalles, fue recogida por uno de sus pares para evitar que pudiera usarla ningún sarraceno y traída aquí y enterrada en sitio oculto. Descubrirla era el objetivo de su vida. Y cuando murió de un fulminante infarto me hizo prometerle que seguiría yo buscándola. Por eso estoy aquí y por eso necesito alguien que me ayude en revolver archivos y documentos y luego pensar dónde pueda estar la Durandarte».

Sorpresa. Entre tantas, habrá anotado el lector que doña Elena, la menora, era aquella mujer joven y hermosa cuyo cuerpo desnudo llevaba en andas un cortejo de brujas en un fondo de la cueva de la Encantada, en las Médulas.

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