Diario de León

Un siglo de entrega

una sotana con mucho motor

Teodoro juárez, don teodoro, ha quemado una moto y seis coches por los caminos que unen los designios de dios con sardonedo. hoy levanta el pie del acelerador. se jubila, pero no se marcha

Teodoro Juárez, en el despacho de la casa parroquial de Sardonedo, donde vive desde hace 68 años.

Teodoro Juárez, en el despacho de la casa parroquial de Sardonedo, donde vive desde hace 68 años.

Publicado por
maría j. muñiz
León

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La voz de don Teodoro resonó por última vez («¡Ojo, por última vez como párroco!») en la iglesia de San Adrián de Sardonedo el día de la Virgen de 2014. Había llegado al pueblo justo 68 años antes. El 15 de agosto de 1946 dijo su primera misa como párroco tras haber dormido recién llegado en la casa parroquial. Tenía 26 años y la larga fila de fieles que se amontonó la tarde del 14 pidiendo confesión apenas le dejó resuello. Y el tiempo justo para apurar un huevo frito antes de la medianoche. En el límite para comenzar el ayuno exigido para dirigir el primero de una larguísima lista de oficios. Misa y rosario diarios durante casi siete décadas. Bautizos, bodas, entierros. A muchos de sus feligreses les bautizó y también les enterró. «La vida es así, ya lo sé, claro que es así. ¡Un desastre!».

El último día de la Asunción comunicó a sus feligreses que debaja de ser el párroco. Aunque sigue en funciones hasta septiembre, y siempre que el nuevo titular (hasta ahora en Villamor) le necesite. Fue una jornada difícil. Habló a sus parroquianos con la voz quebrada, quizá como aquel primer día hace ahora casi siete décadas. A don Teodoro la emoción le brota con frecuencia y en ocasiones le desborda. Se unen entonces sus lágrimas a las que surgen continuamente en su cara a causa de una enfermedad que le han dicho que no tiene tratamiento. Un pañuelo le acompaña permanentemente. «Deje de frotarse, se va a arrancar las pestañas», es la letanía de Digna, que lleva atendiéndole 44 años.

Su paso sigue resonando firme por las calles de Sardonedo y por su iglesia. No tanto por la ribera del Órbigo, que conoce bien las tribulaciones de sus largos paseos, que pertenecen ya a las aficiones del pasado.

Teodoro Juárez cumplirá el 11 de febrero 95 años. Las diócesis de Astorga, a la que pertenece, y la de León, donde es bien conocido, coinciden en que es el cura en activo más longevo de la provincia; y el que lleva más tiempo al frente de una parroquia. Le ha costado irse, aunque no quiere que sea del todo. Como le costó abandonar la sotana. Como le ha costado cumplir con los preceptos de una vocación sobre la que en el fondo nunca ha tenido ninguna duda. Como le cuesta cada uno de los sermones que ha dirigido a sus fieles.

Don Teodoro nació en Cunquilla de Vidriales, Zamora, en 1920. Raimundo, «un humilde agricultor», y Pilar tenían como ilusión que sus hijos optaran por la vocación religiosa. Tenían ya tres tíos curas (que eran hermanos), y no han sido los únicos que han tomado los hábitos en la familia. De los cuatro hijos de aquel piadoso matrimonio dos murieron, y los otros dos, efectivamente, se hicieron curas. «Don Enrique y yo».

«Nunca tuve ninguna duda sobre lo que quería ser. Cura». Comenzó a prepararse en una preceptoría en Rosinos, donde iban los profesores desde Astorga a finales de curso a hacer los exámenes. Y a los doce años entró en el seminario maragato. «Terminé, no con mucha brillantez, pero conseguí acabar». Durante sus estudios vivió también la Guerra Civil. «En Castellón. Mi primera guardia fue un día de Nochebuena. Estaba allí, un soldado de tantos, en medio de mi carrera de seminarista».

El nuevo sacerdote fue ordenado el 24 de junio de 1945, y dijo se estrenó diciendo misa el 8 de julio en su pueblo. Antes de terminar ese mes tomó posesión de su primera parroquia: San Miguel de Navea. Su hermano era coadjutor en la vecina Puebla de Trives. «Estábamos a poca distancia, pero llegar allí era toda una aventura». Sólo estuvo un año al frente de la parroquia orensana, pero evocar el camino de aquel poblado disperso le hace revivir el esfuerzo que exigía el escarpado rincón de la Sierra de la Queixa. «Había una ermita y bajabas al río Bibey por unos castañales muy pronunciados. ¡El río! Tenía un caudal que no se veía el agua, sólo la espuma. Y un puente colgante. La primera vez fui muy valiente, pero cuando llegué al otro lado tuve que sentarme, no me sostenían las piernas. Luego había otra cuesta, subiendo por unos viñedos y unos andurriales hasta que al final llegabas al pueblo...»

Le compensaba con creces la parroquia. «Eran un encanto en aquel pueblo. Religiosos. Unos santos. Me recogió el maestro en su casa, yo ni había pensado en una muchacha para atenderme. Me proporcionó comida y cama, todo me lo daba. Un bendito. Y había un respeto tremendo al señor cura. Hasta dejaban de jugar a las cartas cuando yo llegaba. Les decía que siguieran...»

Por entonces su tío Teodoro González era archipreste del Órbigo. En una visita pastoral del obispo le pidió que el joven sacerdote se ocupara de la parroquia de Sardonedo, que acababa de quedar vacante, para tenerlo cerca. «Sin consultar conmigo. Éramos tres sobrinos curas, mi hermano Enrique, mi primo Fernando, que murió en Brasil, y yo. Al día siguiente el obispo firmó el nombramiento. Cuando me lo dijeron ya estaba hecho. Entonces Sardonedo era también un encanto. Hoy no hay quien lo conozca».

¿Cómo se porta ahora su rebaño? «¡Bah! Muy pobremente. Faltan mucho a misa, los niños no van. Prácticamente no hay confesión...» Cuentan en el pueblo que entonces iba a buscar a los feligreses a las tierras en su moto. ‘Ya seguirás regando luego’. «No, no tanto. Se escondían de mí. Predicaba en la iglesia lo que fuera y se acabó. Cuando llegaba la época del lúpulo sí venían a pedirme permiso, aquello no podía dejarse. Pero entonces no había riego ni canal. Eso no les impedía oir misa. Entonces se portaban muy bien. Además, todavía no tenía la moto...»

Porque si una imagen guarda la ribera de don Teodoro, a parte de los oficios, es la de su permanente trasiego a bordo de sus vehículos. «Al principio iba en bicicleta, pero llegaba siempre sudando. Un compañero que estudió conmigo llegó también sudando y se metió a confesar. Allí quedó muerto. Le dio un frío o algo, y me entró miedo. Compré una moto».

«Era un acontecimiento. Entonces no había motos, y menos con un cura encima. ¡Mejor dicho, dos curas! El de Santa Marina y yo, que íbamos a decir las misas por los pueblos. Un espectáculo: dos curas en moto, ¡pero con la sotana siempre!»

Le costó mucho quitársela, fue de los últimos en dejar la vestidura, que todavía guarda en sus armarios. «Ahora me las han pedido para una congregación religiosa que no tiene recursos». Fue difícil, «parecía que con ella dabas más ejemplo». Hoy sigue vistiendo siempre con las ropas negras y el alzacuellos. «La tirilla no me la quito casi nunca, ni en verano. Pero hoy pocos llevan ya el distintivo...» No le parece bien que haya curas en vaqueros, «pero yo lo respeto todo. Sólo que pienso que hay que serlo y parecerlo. Nunca me he avergonzado de llevar sotana, y alguna vez se metían conmigo, un hombre que había en León. Yo hacía caso omiso y se acabó».

No han cambiado sólo las formas ni los rebaños, también la Iglesia por dentro. «Totalmente. Hoy hay muy pocos curas. Claro, cuesta mucho serlo. Yo siempre lo he tenido claro, pero hay que renunciar a cosas como el matrimonio, y a tener una familia. Tiene uno que negarse muchas cosas, mortificarse. El voto de castidad es de pensamiento, palabra y obra. Y no es fácil, hay que entonar a veces el mea culpa. Porque somos personas. Y tener una familia para compartir...»

«No hay niños, ¡cómo va a haber curas!», media Digna, siempre al quite. Ella es su familia. «Soy yo la que tengo que mirar por él». También incombustible. Le ha acompañado en sus tareas y en muchos de sus recados por la provincia, en los que ha «quemado» ya seis coches. Tras la moto llegó un Renault de segunda mano al que una helada dejó temblando. «Luego un cuatro latas, y así los otros. Al último lo dejé deshecho. Ahora tengo que hacerme al nuevo. Es más coche». Aunque ya sólo para pequeños traslados.

En sus primeros viajes tenía la carretera prácticamente para él. «No había en toda la ribera más coche que el del cura de Sardonedo y el del médico de Turcia. Y otro en Veguellina, de Jacinto, que llevaba los enfermos a León». Así fue atendiendo las iglesias que le han encomendado. El 15 de octubre de 1950 le dieron la de Alcoba, hasta que en agosto de 1955 pasó a la diócesis de León. «Entonces había abundancia de curas». Estuvo en Villamor entre 1955 y 1960. El obispo le solicitó que se encargara de nuevo de Alcoba entre julio de 1974 y el último domingo de octubre de 2005. Desde entonces sólo se encarga de Sardonedo, salvo encargos puntuales.

Para sus sermones se atiene a las Lecturas. «Después las desarrollo yo a mi manera. No he dejado de predicar nunca. En 68 años sólo un día, porque me lo pidió el pueblo. Era el primer descenso de piraguas del Órbigo, y me dijeron que si decía la misa pero no el sermón, llegaban a verlo. Era algo que llamaba la atención. ¡El único día en mi vida que no he predicado!»

Ni ha abandonado sus funciones salvo que estuviera de viaje. Sólo, no hace muchos años, un Viernes Santo en el que acabó hecho un ecce homo. «Durante los oficios vi que había una bombilla que comenzaba a fallar. Me dije: pues la arreglo antes de que empecemos el Rosario de la Buena Muerte. Apoyé la escalera en los portones y cuando estaba arriba se abrieron de par en par. Alguien debió pensar que no hacía falta echar los pestillos para volver luego, pero yo no me di cuenta. Me rompí las narices, aún las tengo un poco ladeadas. Y la mano derecha».

Don Teodoro pasó la noche del Viernes Santo en Urgencias, pero el sábado y el Domingo de Resurección cumplió con sus obligaciones. Hasta fue en la procesión del encuentro, con la pinza en la naríz y el brazo escayolado.

Recuerda como el sermón que ha dado con más gusto el primero en Sardonedo, el día de la Virgen. «Ya no me acuerdo qué dije. Hablaría de la Virgen, aunque entonces la Asunción todavía no era dogma. Hoy hay 33 catedrales dedicadas a la ascensión de la Virgen a los cielos, lo leí cuando preparaba el sermón de este año». ¿Cuál le ha costado más? «Cada uno de ellos. Nunca me ha sido fácil, porque hay que hablar a la gente. Pero yo puedo ir con la frente muy alta, no me pueden acusar de nada».

El peor momento en su parroquia fue hace ya décadas. «Iba a visitar al carpintero y vi una pintada en una casa que me dejó escandalizado. Un hombre con todas sus partes bien dibujadas. Pedí que lo quitaran. Días después iba a un entierro a San Martín y no pude llevar la moto porque había nevado. Pasó el médico, que era el alcalde, con su caballo y un grupo y me llevaron. Me preguntó por el pueblo y le conté mi disgusto. Esa tarde, cuando volví del entierro, el alcalde ya había impuesto el castigo a los culpables de la pintada. Eran unos quintos que fueron de fiesta cuando les tallaron. Y les obligó a estar en la misa con un cirio encendido frente a todo el pueblo. Le pedí que no hiciera eso, que causaba un problema en la parroquia, pero no hubo caso. Yo sólo quería que desapareciera la pintada».

La gente cogió tal miedo que no iban ni a encargar misas. Las familias afectadas «estaban heridas, y los que estaban a mi lado también tenían miedo de enfrentarse». Fue una tensión que dividió al pueblo, «el peor trago de mi vida».

Por sus manos ha pasado la educación religiosa de varias generaciones de Sardonedo. «Es verdad que repartíamos capones. No eran chicos revoltosos, eran dóciles. Les daba con una varita en los dedos si no sabían el catecismo o hacían alguna travesura. Pero los chavales eran también listos, y me pinchaban la varita para que se rompiera. Entonces esto era una joya».

Toda una vida de vocación que don Teodoro ha compaginado con sus dos grandes aficiones, además de los paseos a la vera del río: el tresillo y la pesca. Y, con devoción, leer el periódico cada día. «A las cartas jugamos con los compañeros (los curas de las parroquias vecinas) todos los domingos y días de guardar, después de tener cada uno su rosario. A partir de los 85 años les dije que vinieran a casa, que ya no iba a andar de un lado para otro. Jugamos en la galería o en la cocina, según sea invierno o verano. Desde las seis hasta las diez de la noche, sólo paramos para merendar las pastas, que cada vez invita uno. Lo pasamos delicioso».

La pesca la dejó hace tiempo. Pero se le encienden los ojos al hablar de truchas y cangrejos. Y se le apagan al explicar su disgusto cuando le negaron el permiso en el coto de Sardonedo. «Hay un coto en el pueblo y tenía que ir a pescar a otros sitios. Ná. Lo suspendí». Tampoco el río era como antes. «Al principio éramos pocos y pescábamos al sereno. Había truchas a dar con un palo. Hoy no hay, al río echan muchas cosas...»

Con lo que no ha sido caprichoso nunca es con la comida. «En 44 años que lleva Digna conmigo no le he dicho ni una vez hazme esto o lo otro. ¡Nunca! Lo que me pone, eso como. No me preocupa».

Ahora espera al nuevo párroco para saber cómo va a ser su vida en el futuro. «Tengo muchos años, no voy a estar aquí siempre». Su descanso final lo tiene ya previsto en el pueblo donde ha desgranado su vida. «El retiro lo he pedido yo, nadie me ha dicho nada. Ni el señor obispo. Pero ya estoy llamando la atención, con 94 años y pico...»

Don Teodoro ha crecido y dictado sermones mientras por la cabeza de la Iglesia han pasado nueve papas. Nació con Benedicto XV, y han pasado desde entonces Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y ahora el papa Francisco. Con Karol Woityla tiene una foto «en la que me está dando una palmada». Es el que más le ha conmovido. «El santo, sí, sí. Pero me hacía sufrir, ver que estaba padeciendo mucho».

Él ha sido un hombre feliz como sacerdote. «Sí. Nunca he tenido ilusión por nada más, ni he pensado ‘si hubiera...’ He hecho lo que me ha gustado». En el sermón del día de la Asunción dijo, quizá más para sí mismo que para los muchos que se acercaron a despedirle, que «la realidad de la vida hay que vivirla». Me tenéis aquí. «Pongámonos en las manos del Señor, demos gracias por todos los beneficios, hagamos el bien».

En este valle de lágrimas se despidió don Teodoro. Sollozando la Salve bajo la casulla azul purísima, con sus ojos vueltos hacia la imagen de la Virgen y el ánimo de su parroquia encogido al contemplar cómo se estremecía su capa del color reservado a María. No pudo contenerse más. Un quebrado «Podéis ir en paz», un breve silencio y una gran ovación. Se despidió. «¡Ojo! Sólo como párroco».

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