Diario de León

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Haciendo historia: amores y desamores de la Casa Real española

La separación de los duques de Lugo no es la primera en la historia de la Casa Real Española. Desde Isabel II hasta Eulalia de Borbón, la vida de los personajes de la realeza guarda otras muchas historias de matrimonios rotos, ya fuese

Publicado por
MARÍA PILAR QUERALT DEL HIERRO
León

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El pasado día 13 los medios de comunicación confirmaban, con el aval del gabinete de prensa de la Zarzuela, el rumor que, desde varios meses atrás, circulaba en los mentideros nacionales: los duques de Lugo habían decidido «el cese temporal de su convivencia conyugal». Los titulares solían acompañarse de calificativos sensacionalistas que hablaban de situación insólita o caso sin precedentes. Craso error. La separación, temporal o definitiva, de la infanta Elena y don Jaime de Marichalar no era, ni mucho menos, la primera ruptura matrimonial en el seno de la Familia Real española. En los últimos 150 años, la familia real ha conocido, al menos, cinco separaciones matrimoniales. Eso sí, con diferencias sustanciales en cada caso derivadas tanto de los usos y costumbres de la época como de la posición respecto al trono de los afectados. Que el matrimonio por amor es un invento moderno, es cosa sabida. Hasta el siglo XIX las bodas solían concertarse en razón de los intereses familiares bien económicos, bien sociales. Términos que en las casas reales incluían las necesidades políticas, y que convertían a sus miembros en meras monedas de cambio con las que sellar alianzas o ampliar fronteras. El resultado lógico de estas uniones eran auténticos desastres sentimentales, algunos tan predecibles como el matrimonio entre la reina Isabel II y su primo hermano Francisco de Asís de Borbón. Guardando las apariencias Isabel II se había convertido en reina de España a la muerte de su padre, Fernando VII, en 1833 cuando solo contaba 3 años de edad. Llegada la adolescencia, con los carlistas en la oposición y un país dividido entre liberales y conservadores, urgía casar a la reina y afianzar la dinastía con un heredero. La elección del posible candidato provocó tal crispación entre las cortes europeas que, para aliviar la tensión diplomática, se recurrió a un antiguo pacto de familia y se decidió que la joven reina que solo tenía 16 años contrajera matrimonio con su primo hermano Francisco de Asís de Borbón. Las mentes más preclaras no lo dudaron: la unión estaba destinada al fracaso. La novia era sensual, extrovertida y espontánea. El novio, escrupuloso, protocolario y metódico. Si a esto se añade una frase que la propia Isabel exclamó años más tarde, «¡Qué voy a decir de un hombre que en su noche de bodas llevaba más puntillas que yo!», o la copla que el pueblo, siempre sabio, les dedicó «La Isabelona, / tan frescachona, / y don Paquito /, tan mariquito», poco más hay que añadir. El matrimonio de los reyes se convirtió en un absoluto desastre que acabó en una civilizada separación matrimonial, eso sí, cuando la Revolución del 68 llevó a los monarcas al exilio. Una vez instalados en París, Isabel II vivió con sus hijos en el palacio de Castilla, mientras que Francisco de Asís lo hacía en un lujoso apartamento de la rue Lessueur en compañía de su fiel secretario Antonio de Meneses. Otro tanto sucedió con el matrimonio formado por Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenbert. Pero, en este caso, la ruptura fue probablemente mucho más dolorosa, puesto que si el matrimonio de Isabel II se debió a razones de Estado, el de Alfonso XIII y Ena (como se conocía familiarmente a la reina) fue por amor. En 1905, Alfonso XIII recorrió, como en un cuento, las principales cortes europeas en busca de esposa. Y fue en Inglaterra donde cayó rendido ante los encantos de aquella a la que llamaban «la princesa más bella de Europa». Victoria Eugenia, la menor de las nietas de Victoria de Inglaterra, era una mujer bellísima, culta e inteligente, que posiblemente se temió los peores augurios cuando su boda, el 31 de mayo de 1906, se tiñó de sangre a causa de la bomba que el anarquista Mateo Morral lanzó al paso de la comitiva nupcial por las calles de Madrid. Si eso creyó, no andaba equivocada. La historia de amor que empezó como un cuento de hadas, no tardó en convertirse en un melodrama y acabó en tragedia. El desencadenante del desamor no fue sino la constatación de que la hemofilia, la terrible dolencia que había alcanzado a la descendencia de la reina Victoria de Inglaterra a través de la familia de su marido, Alberto de Sajonia-Coburgo, había afectado al primogénito de la pareja: Alfonso, príncipe de Asturias. Luego, cuando uno tras otro fueron naciendo los restantes hijos, se sucedieron los sobresaltos: Jaime (1908), sordo desde edad muy temprana; Beatriz (1909) y Cristina (1911), posibles transmisoras del gen de la hemofilia; Gonzalo (1914), el menor, también hemofílico. Solo Juan (1913), futuro conde de Barcelona, era un muchacho robusto. El amor del rey no resistió tanta fatalidad y, pasado el entusiasmo de los primeros tiempos, aun a sabiendas de lo injusto de su comportamiento, no dudó en culpar a su esposa de la escasa salud de su prole. A ello se añadieron sus diversas aventuras sentimentales con otras mujeres como la actriz Carmen Ruiz Moragas o la aristócrata francesa Mélanie de Gaufridy. Pero, de acuerdo a las leyes morales y sociales imperantes, la real pareja mantuvo las apariencias¿ hasta que llegó el exilio. En 1931, tras la proclamación de la República, la reina se retiró a Suiza mientras que el rey se instalaba en Roma. Prácticamente, no volvieron a verse. Siguiendo el ejemplo No fueron las únicas separaciones matrimoniales que, durante el exilio, se dieron en el seno de la familia real. Al distanciamiento de sus padres, siguió el divorcio del príncipe de Asturias de su primera esposa, Edelmira Sampedro-Ocejo y Tobato en 1937, un matrimonio contraído sin la aprobación paterna y que lo apartó de sus derechos sucesorios. Ese mismo año, Alfonso de Borbón y Battenbert contrajo nuevo matrimonio con Marta Rocarfort y Altazarra, de la que también se divorció un año después y pocos meses antes de su fallecimiento en accidente de automóvil. En 1939, su hermano Jaime se divorció de Emmanuela Dampierre, una noble italo-francesa, con la que había tenido dos hijos, Alfonso y Gonzalo de Borbón, para, años más tarde, unirse a la soprano germana Carlota Tiedemann. El divorcio de una infanta Tampoco doña Elena es la primera Infanta de España que rompe su matrimonio. Le precedió su tía tatarabuela, la infanta Eulalia, hija de Isabel II y hermana menor de Alfonso XII, una mujer singular que se atrevió a elegir su propio destino en un momento en que, para una mujer y mucho menos para una infanta de España, no era fácil hacerlo. María Eulalia de Borbón nació en Madrid en 1864, es decir cuatro años antes de que su madre, Isabel II, emprendiera el camino del exilio. Creció, pues, en París hasta que la restauración monárquica en la persona de su hermano Alfonso XII la obligó a regresar a Madrid en 1875. Inquieta, curiosa, culta y coqueta, pronto se ganó el calificativo de rebelde por su negativa a aceptar las normas protocolarias y, sobre todo, por su rotunda negativa a contraer matrimonio con su primo hermano, Antonio de Orleans y Borbón (1866-1930), hermano menor de la mítica reina Mercedes. Ciertamente, el matrimonio no contaba con más aval que el interés del duque de Montpensier, padre de Antonio, por mantenerse cerca del trono, y la falta de presencias masculinas en el seno de la familia real. Muerto Alfonso XII, en palacio convivían su viuda, la reina María Cristina, con sus dos hijas, María de las Mercedes y María Teresa; la infanta Isabel, la Chata, por entonces ya viuda; y la propia Eulalia. Cierto que la reina estaba embarazada, pero la latente amenaza carlista hacía recomendable una presencia masculina en la familia, ya que el carlismo abogaba por la pervivencia de la ley sálica, es decir, la imposibilidad de que las mujeres pudieran ocupar el trono. Escasos pero suficientes, tales razonamientos consiguieron que, tres meses después de la muerte de Alfonso XII y tras varios aplazamientos, el matrimonio se celebrara el 6 de marzo de 1886 en la capilla de palacio con los asistentes rigurosamente enlutados a causa de la reciente muerte del monarca y en medio de la más absoluta tristeza. De regreso de una larga luna de miel por las cortes europeas, la infanta intentó adaptarse a su nueva situación. Instalados en Madrid, primero en un palacete del paseo de Rosales y, luego, en otro de la calle Ferraz, allí nacieron sus hijos: Alfonso (1886-1975), Luis Fernando (1888-1945) y la pequeña Roberta (1890), que apenas vivió unos días. La pareja representó a la corona en el extranjero en varias ocasiones, pero rápidamente comenzaron a evidenciarse sus diferencias. Los esfuerzos de Eulalia por adaptarse a su nueva vida chocaban con la actitud de su marido, un hombre amante de la vida social y de las diversiones que dilapidaba sin recato tanto la asignación de la Infanta como su propia fortuna personal. Durante el último viaje que la pareja realizó en representación de la corona a Cuba y Puerto Rico, Eulalia escribió diversas cartas a su cuñada, la reina María Cristina, con quien la unía un entrañable afecto, afirmando: «Mi situación personal con Antonio no va paralela a mi alegría por estar en la isla, cumpliendo la misión que me encomendaste». De regreso, la situación empeoró. Antonio de Orleans inició una escandalosa y apasionada relación con Carmela Jiménez-Flórez que le costó auténticas fortunas. Eulalia, por su parte, mantuvo un largo romance con Jorge Jametel, un comerciante centroeuropeo ennoblecido con un título vaticano. A partir de 1895, la pareja dejó de aparecer como tal en actos oficiales y, cuatro años después, la separación de los cónyuges era ya un hecho, si bien no se hizo oficial hasta el 31 de mayo de 1900. La infanta se refugió entonces en París junto a su madre, mientras que Antonio de Orleans se unía a Carmela Giménez-Flórez, una relación que hizo escribir a la infanta en sus memorias: «Mi marido, en sus aventuras, era algo más que principesco, y la fortuna de Montpensier, junto con mi patrimonio y mi lista civil, se le iba de las manos rumbosamente... Sevilla, París y Madrid lo vieron pasar en carruajes lujosos junto a una amiga a la que apodaron la Infantona, mientras yo en París me encontraba en una situación comprometida, difícil y molesta de una casada sin marido». En 1910, Alfonso XIII cedió a las presiones de su cuñado y concedió a la Infantona, es decir a Carmela Giménez-Flórez, el título de vizcondesa de Termens. Humillada por lo que consideró una afrenta, la infanta Eulalia declaró públicamente que desde ese momento se consideraba desligada de cualquier obligación para con la familia real. Un año después, en 1911, publicó Au fil de la vie, un libro donde abogaba por el divorcio y defendía la emancipación femenina. La obra que llegó a Madrid de forma clandestina supuso la ruptura total de relaciones con la familia real a lo largo de diez años. En ese tiempo, la infanta continuó con su carrera literaria. En 1915 publicó Court Life from Within en Londres y, en 1925, Courts and Countries After the War, dos libros que nunca se publicaron en España. Luego, el paso de los años fue suavizando las diferencias familiares y en 1931 la infanta recibió a la familia real exiliada en París. Un año antes, Antonio de Orleans había muerto en la más absoluta miseria. Eulalia de Borbón pasó los últimos años de su vida en Fuenterrabía junto a su hijo mayor Alfonso y su nuera, Beatriz de Sajonia Coburgo. Allí murió en 1958. Dejaba tras ella una empecinada búsqueda de la felicidad que le acarreó el calificativo de enfant terrible de la familia real española. Afortunadamente, las cosas han cambiado y a nadie escandaliza que una pareja, independientemente de su estatus, opte por tomar caminos separados por su propio bien y por el de aquellos que los rodean.

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