Diario de León
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ANTONIO PAPELL | texto
León

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|||| Al fin se ha desvelado el enigma: el periódico ABC logró el viernes la primicia de la letra del himno nacional que se pretende adaptar a la música oficial, que ha sido seleccionada por un jurado designado por el Comité Olímpico Español y por la Sociedad General de Autores y que será estrenado por Plácido Domingo el día 21, quien viajará a la capital de España en un avión privado fletado por el propio COE y cantará acompañado por la Orquesta de la Comunidad de Madrid. Al parecer, el texto seleccionado lo ha sido entre más de 1.400 extraídos mediante una primera criba de los más de 7.000 que se recibieron. La dirección del COE tiene previsto recoger al menos medio millón de firmas que le permitan presentar una iniciativa legislativa ante el Congreso para que sea el Parlamento el que acepte definitivamente esta letra como himno oficial. Difícil empeño a la luz de las primeras reacciones, generalmente adversas, que ya se han producido. El himno en cuestión tiene cuatro estrofas y, dentro de una grave inanidad general, habla de verdes valles, de cielos azules y de amor a la Patria, con mayúscula. Tiene un aroma reconocible a montañas nevadas y el patriotismo constitucional no asoma por parte alguna. Quienes somos reacios a aceptar los símbolos como sucedáneos de las ideas y de los razonamientos, no tenemos más remedio que torcer el gesto contrariados, aunque el asunto tiene objetivamente escasa entidad y quizá no valga la pena abrir una polémica que podría fácilmente desencaminarse. Pero no sería legítimo silenciar que pensamos que esta expresión sin duda legítima de nacionalismo españolista no va a ayudar en nada a llevar nuestros contenciosos territoriales al terreno pacífico de los valores democráticos, alejados del sentimentalismo romántico, de los mal llamados derechos colectivos y de la pasión identitaria que siempre redunda en más exclusiones que encuentros. En los ochenta, un político socialista, Juan José Laborda, habló por primera vez de «patriotismo constitucional» pero fue precisamente José Maria Aznar quien, inesperadamente, extrajo el concepto del desván ideológico en 2001 para llevarlo a uno de los congresos del Partido Popular. Aquella formulación filosófica que llegaba de Alemania fue acuñada por los filósofos germanos para poder obviar el pasado reciente del nacionalismo alemán -el que cometió el gigantesco genocidio- y construir en cambio un sentimiento de pertenencia basado en el hecho de compartir las libertades, los principios éticos, la Constitución en una palabra, lo que sin duda podía creer redes entrañables de solidaridad que ya no se basaban en la pasión romántica sino la racionalidad de los grandes principios comunes. En España, aquel concepto, si no se hubiera desvanecido rápidamente, hubiera podido tener una utilidad magnífica en la reconstitución del tejido estatal, cuarteado por los nacionalismos periféricos, empeñados en defender privilegios históricos -casi siempre mendaces- de sus respectivos pueblos , y en diferenciarse radicalmente del entorno para enfatizar la propia singularidad. Ante la arremetida del particularismo, que ha sido particularmente virulenta en los últimos años -en el período que media entre Lizarra y la aprobación de la reforma del Estatuto Catalán-, no ha sido difícil para los sectores más racionales de la sociedad de este país llegar a la conclusión de que había que evitar a toda costa que el problema español se convirtiera en un enfrentamiento irreductible entre nacionalismos opuestos: el españolista contra los periféricos. Y para evitarlo, sólo había un camino que era precisamente el de racionalizar los vínculos de solidaridad que nos unen, enfatizar las ventajas políticas y materiales que nos proporcionan las fórmulas federalizantes, repudiar por fanático e irracional el nacionalismo étnico y sus variantes más o menos biseladas que sostienen que los derechos individuales deben ceder ante unos pretendidos, inexistentes, derechos colectivos. Evidentemente, la recuperación, la restauración o la instalación de los grandes símbolos españoles, de las banderas gigantescas tremolando al viento, de los himnos ruidosos en homenaje a las grandezas patrias, de las letras pegadizas, de todo el universo mítico de la españolidad que nos engloba subjetivamente, no va en esta dirección sino en la de confrontarse con otras banderas, con otros himnos, con otros símbolos. Flaco favor a las convicciones de quienes todavía pensamos que la convivencia futura en el seno de esta España plural pasa por el amortiguamiento de las peculiaridades, que son irrelevantes, y por la coincidencia intelectual en valores, ideas, conceptos y arquetipos mentales. No parece, en fin, que esta iniciativa, prolija y prescindible, vaya a caminar en la dirección deseable de la concordia y la unidad. Más bien hemos instalado un nuevo motivo, sencillamente ridículo, de disenso y separación. A tiempo estamos de archivarlo piadosamente en un cajón remoto.

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