Diario de León
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Opinión | antonio papell

La súbita intervención quirúrgica a que fue sometido ayer el Rey Juan Carlos, de 72 años, ha conmovido al país, aunque por fortuna poco después se recibía ya la feliz noticia de que no se trata de un problema importante, por lo que el monarca podrá recuperar en poco tiempo su ritmo normal de vida. Tras el diagnóstico reciente que le obligaba a pasar por la mesa de operaciones, el jefe del Estado había permanecido al pie del cañón hasta el último momento: ayer mismo recibía, con toda cordialidad, al vicepresidente norteamericano, Joe Biden.

La zozobra que todos hemos experimentado hasta que se aclaraba la confusa información de primera hora sugiere estas líneas, una oportunista meditación sobre la figura del Rey, el papel que desempeña, la rectilínea trayectoria que ha recorrido y el futuro de la institución que encarna.

El largo reinado de don Juan Carlos ha otorgado indudable estabilidad a una jovencísima democracia que en estas tres décadas no sólo ha proporcionado libertad política a la ciudadanía sino también una prosperidad que nos situado en los promedios de bienestar europeos, después de siglos de retraso y subdesarrollo material y moral. En este país un tanto cainita, en que el debate político es demasiado a menudo agrio e inclemente, la existencia de una figura simbólica en el vértice institucional, capaz de recordar las grandes referencias y de ejercer unas funciones de estímulo y arbitraje, ha permitido sortear muchos obstáculos y apaciguar el a veces tumultuoso proceso político. Además, el Rey, junto a la Reina, ha desempeñado un papel eminente en la necesaria labor de restaurar y prestigiar en el mundo la imagen de una España moderna y activa, después de tanto tiempo de oscuridad y marginalidad.

Finalmente, en un Estado con tantas y tan fuertes tensiones centrífugas, la Corona ha sido el punto de confluencia de todos los intereses en juego, la ligazón que ha facilitado los pactos políticos y territoriales.

No es hora, por fortuna, de hacer balance, pero sí de aprovechar la traumática coyuntura para hacer justicia política e histórica a un personaje excepcional, excéntrico en muchos sentidos, no siempre rectamente entendido, que ha prestado un gran servicio a la nación.

Un personaje de carne y hueso, a veces controvertido, que ha sabido pulsar las fibras íntimas de la sociedad española y ejercer a la perfección un complejo papel a medio camino entre la política y la psicología colectiva. Y cuando el destino ha actuado para mostrar su finitud, los perfiles resaltan e inevitablemente surge el recuento extraordinariamente positivo de su ejecutoria.

Éste no es un país esencialmente monárquico como puede serlo el Reino Unido. En estos treinta años largos de reinado, aquí ha habido siempre más juancarlistas que monárquicos, como reza el tópico. Sin embargo, el arraigo de la institución es ya incuestionable, y el heredero, bien preparado y bien dispuesto a seguir la huella del magisterio paterno, no tendrá grandes dificultades para instalarse en el delicado papel que habrá de corresponderle, llegado el día. Y generará un consenso parecido si realiza la misma entrega personal y actúa con la prudencia exquisita de su progenitor.

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