Diario de León

«Este atrancón nos va a llevar»

Los trabajadores, sobre todo de la construcción, miran hacia 2008 como espejo de la recesión que se avecina cuando empezaban a remontar

José Luis y Argimiro. JESÚS F. SALVADORES

José Luis y Argimiro. JESÚS F. SALVADORES

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El edificio enseña las tripas en medio de la ciudad. Como si fuera una casa de muñecas, la fachada que da a la calle Fuero, con el relieve que envolvía los ventanales desmontado, desvela todo el interior. Adentro, a la altura del segundo, se asoman desde la grúa Pedro Natal, «de La Mata del Páramo», y Carlos Fernández, «de Villaquilambre», quienes admiten, dentro de la angosta plataforma, que «a veces es imposible mantener la distancia». «Pero sabemos que estamos sanos», puntualizan, con la respiración alterada por «la sensación de fatiga y ahogo» de la mascarilla. No han parado apenas. Su proyecto quedó fuera del decreto de restricción porque se consideraba de urgencia ante el riesgo de que se desplomara el inmueble, que hace chaflán a la entrada de Burgo Nuevo desde la plaza de la Pícara Justina. Tienen «obra para dos años». Aunque, sin bajar de la altura desde la que observan la construcción, lamentan que «con lo bien que se estaba recuperando el sector esto del virus se lo ha cargado». «Yo ya pasé la crisis del 2008. Me fui al paro, me tuve que marchar a Italia a montar huertos solares y luego volví. Espero que no sea como entonces», deja caer el obrero del área metropolitana, mientras da al botón para que la máquina se eleve.

El abismo anterior, cuando se pinchó la burbuja de la construcción, se exhibe en el espejo de la actualidad pero con una incidencia más amplia. Ahora, «la que se avecina económicamente es tremenda», como augura Nati Martínez, quien insiste en que es necesario «trabajar psicológicamente porque es un problema muy gordo». Aunque su preocupación principal son sus padres: «él tiene 96 años y ella, que tiene las dos caderas rotas desde septiembre, 89». «Porque estamos los hijos encima cuidándolos que si no... Yo intento animarlos. El otro día puse a mi padre bailar», comenta divertida, sin perder más tiempo para volver a casa.

De uno de los portales cercanos sale Javier López precedido por un carrito de mano. El que acaba de entregar es su «primer trabajo desde el día 18». Ha venido a «traer unos sobres y unos talonarios» porque «ahora mismo no hay mucho más». Aunque en el almacén de la Imprenta Bit tiene «paradas dos revistas de Semana Santa» que le habían «encargado antes». Con este panorama, ha decido junto a su socio solicitar un Erte para el trabajador que completa la plantilla. Pero, «a día de hoy», no sabe si se lo han «dado o no, si va para adelante o para atrás». «Al final, lo que he hecho ha sido pagarle yo el mes entero pasado y luego ya veremos», concede antes de montarse en la furgoneta.

A pie tiene que andar Estela Castaño, que después de «estar todos estos días en casa» se ha encontrado por la mañana con que se había «quedado sin batería en el coche». Lleva de la mano a su hija, Sofía, camino de la consulta para «un tratamiento». Su presencia es una extrañeza en medio de unas calles sin menores, a los que tan sólo se detecta en los balcones a la hora de los aplausos. Su vuelta al colegio se ha quedado detrás de un ordenador. Afanada tras una pantalla se encuentra Alicia, como explica su madre, María José Macías. La adolescente apura las clases online y el tiempo de confinamiento para «estudiar mucho», pero con la «preocupación porque no sabe qué va a pasar con la Ebau, ni cuándo van a hacer el examen». A mayores, suma el disgusto de que han suspendido en su colegio, ñas Carmelitas Landázuri, «la graduación» que estaba fijada para el 22 de mayo y ahora espera que la cambien «para septiembre». «Tiene el traje que ya había comprado en el armario y suspira cada vez que lo ve», descubre la progenitora para mostrar la incidencia de una cuarentena que, junto con la acumulación de muertes y el hachazo económico, deja otras consecuencias mucho menores como la desaparición de la vida social y sus ritos de primavera.

La pérdida de estas costumbres ha convertido la Semana Santa de Merce Rojals en «un mes normal», cuando antes era una época destacada en su calendario de ventas. Sin procesiones, ni turismo, ni movimiento en la calle, La Casa del Bacalao, en la plaza del Conde Luna, se enfrenta además a que «la policía no deja pasar» a la gente de fuera del barrio «de la calle Ancha para arriba». La pérdida apenas se contiene con «los pedidos a casa, sobre todo para las personas mayores», que «antes eran algo extraordinario y ahora con casi la norma». «Lo importante es que la gente salga con las medidas de protección, como dios manda», recomienda la comerciante desde detrás del mostrador del establecimiento, radicado en medio del casco histórico.

A la vuelta, en la rinconada de Conde Rebolledo, donde antaño estuvo el postigo del Oso, hacen una pausa Argimiro López y José Luis Córdoba. El camión que conduce el primero y la máquina con la que labora el segundo se asoman al solar resultante de vaciar el inmueble de las antiguas bodegas Manchegas, que muestra su fachada hacia Don Gutierre. Ellos no han tenido «cuarentena», ni casi parón más allá de «una semana porque la otra fueron las fiestas y el ajuste de jornada». No necesitan más distancia porque ya andan «separados» y el cambio les ha permitido «hacer toda la jornada continua», lo que «va mucho mejor». Aunque de reojo miran a 2008 con malos recuerdos. «Las crisis son muy personales porque si te pillan con deudas, por ejemplo porque acabas de comprar un coche o te has metido en algo, te abrasan», alertan. Ya les pilló el fuego una vez. «En este atrancón verás cómo nos va a llevar para allá otra vez», desconfía el camionero.

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