La gran carrera de Aída

El último descubrimiento de Gran Hermano es una insoportable señorita que responde al nombre de Aída. La joven, lista ella, ha provocado su expulsión desde el primer momento para pasar al otro lado, el de los contertulios rosiamarillos, y así ganar dinero en mayor proporción. La trampa es evidente, pero no parece que haya molestado demasiado a nadie en esa cofradía que, al fin y al cabo, vive de eso. A la chica hay que reconocerle un sobrado dominio escénico, seguramente combinación de muchas horas de estudio delante de la tele y de ciertas dotes naturales para el camelo. Hay, empero, algo que traiciona a nuestra heroína, y es esa sonrisa de alumna marisabidilla con la que rubrica sus intervenciones, como quien se dirige al auditorio buscando un gesto de aprobación. Eso demuestra que aún le queda camino por recorrer; porque el animal televisivo no sonríe cuando concluye sus intervenciones, pues eso delataría la ficción que rodea al personaje. Lo que necesita para engatusar al público es un gesto airado, una mano que se levanta rauda y violenta como cerrando el verbo arrojadizo, o un retreparse inquieto en el asiento con la agresividad satisfecha del prepotente a quien nadie calla la boca. Aunque Aída se caracteriza, precisamente, por no callar y por no hablar de otra cosa que de sí misma. Esto es lo que hace que resulte repelente hasta la vergüenza ajena. La gente que sólo sabe hablar de su propio interior puede llegar a hacerse cargante, incluso cuando ese interior está lleno de cosas atractivas. Pero si además concurre la circunstancia de que tal interior está vacío, entonces la situación puede asemejarse a la de la más bárbara tortura.