Diario de León

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Creo que esto lo conté hace tiempo en un libro. A una edad en la que Sara era aún pequeña, decidimos mudarnos a otro barrio y ella tuvo que ingresar en un colegio nuevo. La mañana en que se iniciaba el curso, pesada y gris, madrugamos más de lo habitual y desayunamos juntos. Al salir a la calle me apretó la mano con fuerza y echamos a andar. No recuerdo si le dije algo consolador, ella caminaba con su mochila al hombro y no decía nada. Ella sabía —ese miedo lo compartíamos ambos— que le esperaban jornadas duras, episodios anónimos de humillaciones y amargos momentos de soledad. En el colegio nuevo no conocía a nadie y no podía saber entonces que allí encontraría a Marta, la mejor amiga de su vida. Llegamos demasiado pronto y dimos una vuelta por los alrededores antes de cruzar la verja. Las casas que rodeaban al centro —inmenso y frío, con algo de arquitectura penitenciaria— eran viviendas de una sola planta y, aunque antiguas, tenían un aspecto decoroso y cuidado. En una de ellas descubrimos un jardín, con un césped impoluto poblado de misteriosas figuras de escayola. Había un puente diminuto sobre un río, algunas criaturas deliciosas y pequeños seres salidos de un bosque encantado. Sara lo miró deslumbrada durante unos minutos y si no es por el sonido de la bocina, hubiésemos llegado con demora a su primer día de clase. Todavía siento en el corazón una presa de hierro cuando me veo dándole la espalda. Los días posteriores, para mitigar el mal trago, lloviese o hiciese calor, nos deteníamos siempre en la casa e intentábamos descubrir escenas inéditas. Así era a veces, la noche anterior una mano desconocida había desplazado algún objeto, o había presentado a la sociedad secreta del jardín a un nuevo inquilino. Cuando sucedía, lo celebrábamos con alborozo y durante ese instante, concentrados en la novedad, todo lo que acudía después, el abrazo rápido y la despedida, parecía algo lejano.

Un día llegamos con el tiempo justo y no pudimos acercarnos a la casa. A la mañana siguiente, Sara no expresó interés en verla, echó a volar como un pájaro y desapareció entre una multitud de niños. Fue su forma de decirme que había traspasado un umbral doloroso. Lo que no le conté hasta que escribí ese libro del que hablaba al principio de la columna, es que durante un tiempo, después de dejarla a la puerta del colegio, yo seguí visitando la casa. Me quedaba allí de pie, un buen rato, con las manos en los bolsillos (hiciese sol o lloviese). Ahora, cuando comienza el curso, como si atravesase un espejo, me quedo mirando los patios. Siempre hay un niño aferrado a la mano de su madre o de su padre. Me entran unas ganas enormes de sentarme a su lado y de hablarle del jardín.

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