Diario de León

Antonio Manilla

Los superhombres

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El tamaño sí importa. Y cuánto. La comprensión de nuestra dimensión minúscula como hombres respecto al mundo —esa percepción cuya sensación original viene a definir nuestro sitio en la tierra, pues la patria es el lugar donde asumimos por vez primera la grandeza del mundo—, la aceptación personal de que somos como un grano de mostaza y no más que una mota de polvo arrastrada por el viento, indudablemente marca nuestra existencia.  

Nietzsche, que enunció el superhombre, describió al ser que no reconoce la superioridad del universo, que tiene trastocadas las proporciones debidas: un ser sin centro ni hogar al que volver, el perfecto apátrida o extranjero constante, que únicamente posee nostalgias de futuro y carece de una relación sentimental con su propia memoria. Y es que Nietzsche estaba saturado de Sils Maria, Alpes, cimas y abismos, es decir, curado de espanto frente a los espacios donde resulta fácil comprender la magnitud inconmensurable del mundo. Los paisajes de los románticos, que fueron cazadores de terrores y persiguieron en cada obra, durante toda su vida, reproducir aquel primer estremecimiento de admitir nuestro ser diminutos frente a lo terrible, ese ángel de la belleza extrema que Rilke enunciara en sus versos. No hay nada más humilde, probablemente, que reconocer en nuestra esencial debilidad humana el fermento que nos hace fuertes como especie, ese ser de ausencias que se agrandan con la edad pero disminuyen con el tiempo, pues a todo se hace uno y la meta hacia la que caminamos siempre es el olvido, que no está al final del camino sino que tiene etapas.  

De la humildad, en nuestro tiempo, se habla apenas y mucho menos se la tiene como una virtud. Por desgracia para ellos, los políticos prueban la peor de sus versiones en sus propias carnes bajo ese caer en desgracia que los lleva de un día para otro de estar en superhombre a pasar a la altura del betún. Algunos lo han descrito: lo más duro es el silencio del teléfono, el no recibir ni una llamada de todos los que parecían amigos y no eran sino interesados. Los hay que, como Monedero, se van a escribir columnas decimonónicas, y los que se rebelan, como Pedro Sánchez, que regresó de la antesala del olvido como Lázaro del sepulcro. La mayoría simplemente desfallece como una flor sin agua, mustiándose en un rincón, rememorando sus batallitas ante cualquier interlocutor fantasma. ¡Pesados!

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