Diario de León

Desde Ucrania | Marcos Méndez

El hombre de la bici

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Lo imagino en su bicicleta, pensando que a él no le harán nada, total es un señor mayor, qué podrían querer de él, qué miedo le pueden tener. Los dejó atrás, o bien fueron detrás de él, porque tenía el tiro en la parte de atrás de la cabeza. No puedo imaginar qué pensaría en ese momento quién dio la orden o quién decidió que un viejo en una bici era un objetivo. No me da la cabeza para eso.

Irpin, al contrario que Bucha, es, perdón, era una ciudad nueva. De edificios de siete u ocho pisos y chalés. Era, ahora es sólo escombros. Conducir por Irpin no es fácil. Sus calles están llenas de, seguro que ya han visto de qué por la televisión, pero además hay que esquivar los escombros, los árboles caídos, los misiles sin estallar, la metralla que lo cubre todo, absolutamente todo. Cristales de los últimos pisos de los edificios, fueron a disparar a los edificios, no se ven ventanas enteras. Las dos calles comerciales están igual: los escaparates destrozados, el género dentro, no había ni quien lo cogiera. Eso los edificios que se mantienen en pie. La mayoría no debía de tener más de dos décadas. Nada se salvó de la ferocidad de los que la ocuparon.

Algo sí, encontramos una pequeña urbanización, con una calle privada con verjas de acero de doce chalés. Una de las casas era de Peter y Tania, él alemán y ella ucraniana. Viven en Alemania pero vienen con frecuencia a esa casa. La invasión los pilló allí. Del total de la urbanización quedaron cinco personas, entre ellas un niño de once años. Los rusos decidieron que les gustaba el sitio, así que los obligaron a los cinco a meterse en el sótano de una de las casas; allí estuvieron las cinco semanas. Los avisaron de que no subiesen a los pisos de arriba, de un chalé de dos pisos más el sótano. De vez en cuando les dejaban comida y agua en la puerta

Tania nos contaba que durante el día y la noche la casa temblaba con los bombardeos, que notaban perfectamente cómo se movían las paredes. A veces tenían que salir a escondidas al jardín para coger agua en cacharros que dejaban para eso. Los soldados rusos ocuparon las casas de la urbanización, algo que por otro lado tampoco da nada de seguridad. Los cinco estaban viviendo en pleno objetivo de su propio ejército. Vimos la cocina de una de las casas, estaba llena de botellas de licores, de comida esparcida, de calentadores de gas, porque en Bucha e Irpin pasaron cinco semanas sin electricidad.

En Irpin solo hay artificieros buscando minas y artefactos sin estallar y policías y soldados registrando las casas por ver si quedan víctimas sin localizar. Andad con ojo, es lo que más nos repetían. Cada vez que pasábamos sobre un charco, porque no había otro sitio por donde pasar, los cuatro que íbamos en el coche teníamos el corazón encogido, pero no decíamos nada. Pinchamos. Sí, en medio de ese infierno pinchamos una rueda. Bien pensado, lo raro sería salir de ahí con las cuatro intactas. En la media hora que tardamos en cambiarla nadie pasó a nuestro lado, ni un alma. Teníamos que enviar material y no teníamos cobertura.

Bien pensado ahora, pienso que actuamos muy bien, sin movernos mucho y sin perder los nervios. No sé cómo de nervioso iría el señor de la bici sabiendo quién tenía detrás. Lo que sí sé es que él no vivió para contarlo.

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