Diario de León

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Material gustoso donde los haya, el papel ha quedado relegado a la trastienda de nuestras vidas desde hace demasiado tiempo. Recuerdo aquel olor de las librerías de cuando era pequeña, de los mamotretos del colegio o de los periódicos recién impresos de los domingos. Tinta y papel. Y poco más. 

Y es que no hace falta tanto, pero al ser humano le gusta complicarse desde siempre, hasta cuando todo está bien. Por eso y porque la vida (por suerte) avanza, llegó la tecnología, que molaba más, y los libros y casi todo lo impreso en papel se convirtió en algo obsoleto y poco ‘pro’. Y, aunque también nos ha traído cosas buenas la moda del ‘high tech’, lo cierto es que con ella también ha venido la involución, que es lo contrario de ir hacia delante. Y en esas llegaron las tabletas, los portátiles y los teléfonos móviles para prometernos que nuestra vida ya nunca volvería a ser igual. O eso decían los gurús de turno. Lo que no nos concretaron era si el cambio iba a ser para bien, porque lo nuevo no quiere decir mejor. Quiere decir nuevo. 

Y así fueron invadiendo nuestras vidas y se plantaron en los colegios como la revolución de la enseñanza, un sector que adolece de muchas cosas pero en otros aspectos. Es la manía nuestra de empezar la casa por el tejado. La promesa era que iban a desaparecer los libros. Y no sólo los de texto, sino los libros en general. Así que comenzamos a leer en una pantalla, a escribir en un teclado, a deslizar el dedo de arriba a abajo y en sentido contrario y a pasar las páginas sin mojar el índice  para que se pegase el papel. Y así hemos ido perdiendo la esencia de las letras y de la tinta. Y, con ello, el placer de oler, sentir y escuchar las páginas de verdad. Es algo sensorial, que no da una pantalla ni de lejos. Porque, déjenme que les diga algo, no sólo es que las pantallas sean malas para nuestra salud, es que no tienen ‘corazón’, les falta esencia. 

Hace un par de años volvió a mis manos un libro de cuando era niña, Cuentos al amor de la lumbre, que leí una y otra vez. Creí haberlo perdido pero regresó a mí, con las manchas de mantequilla de las tostadas y aquel olor suyo. Maltrecho y con heridas en el lomo, pero con esas maravillosas ilustraciones por las que pasé mis pequeños en incontables ocasiones. Con esencia. Con corazón. Y eso no lo tienen las pantallas. 

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