Diario de León

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De todas las asignaturas de la carrera de Derecho que abandoné más tarde de lo que debí sólo una me cautivó por didáctica, entretenida y de sencilla hondura, el Derecho Romano, pilar histórico de los sistemas jurídicos que en el mundo occidental han sido. Que mi profesor fuera el amenísimo letrado Silverio Fernández Tirador (siempre «Lin» en la viva memoria) fue también determinante, así como la generosidad del catedrático Gerardo Turiel que me aprobó la asignatura en la facultad de Oviedo sin tener que hacer examen final. «Lin» nos explicó como nadie el corpus legal de la antigua Roma con las tres patas sobre las que se asentaba aquel sistema jurídico que tanto protegía a sus ciudadanos, los Tria Iuris Praecepta, los tres preceptos jurídicos que inspiraron sus leyes, admirable síntesis de lo que debe ser la Justicia y que hoy, veinte siglos después, adquieren un incontestable vigor y una imperiosa necesidad: Honeste vívere... alterum non laedere... et suum cuique tribuere... esto es: vivir honestamente... no dañar al otro... y dar a cada uno lo suyo... o dicho en román paladino: decencia, no joder y no robar. No hace falta más. Sólo esto basta para que una sociedad sea civilizada y justa. Y ahora vete y díselo a Trump a ver si alcanza a entenderlo ese tipo, que no querrá para absolverse así de la pertinaz deshonestidad de su vida personal y empresarial, de su irreprimible apetito de martirizar a «los otros» y de su política feroz de robarle a cada uno lo suyo para que América sea grande de nuevo, es decir, para que sea, corregida y aumentada, la compulsiva «Marnie, la ladrona» que retrató Hitchcok.

Y aunque sólo sea por refrescar lo que significa esa honestidad a la que nos obliga toda ética y la ley (honestidad tan ausente en este tiempo), aquí van sus olvidadas características: honradez, integridad, rectitud, nobleza, decencia, dignidad, bondad, virtud, honor, recato, vergüenza, pudor, probidad, compostura... Y ahora, que venga Diógenes con su candil y las busque por estas esquinas en las que andamos siempre esquinados escaqueándolas o, directamente, escojonándonos de quien nos las exija.

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