Diario de León

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Hace un año el problema con la vacuna se ceñía a los que se escondían para pincharse, como en los ochenta pero sin enganche, y ahora se apunta con los que se niegan a inocularse por si Bill Gates les mete un microchip para controlarlos, mientras llevan el móvil metido en el bolso del pantalón a todas partes y le dictan a Alexa como si fueran subsecretarios de Defensa. El argumentario de los contrarios a vacunarse engorda con los adictos a las conspiraciones que defienden que todo se debe a un invento de las farmacéuticas para hacer negocio, pese a que consumen el prozac por kilos y los ansiolíticos en vena, y con los expertos que han encontrado en un artículo secundado por una retahíla de catedráticos de la universidad de Springfield que alerta de que provoca autismo, tiene aluminio y alterarán el ADN con el ARN porque funcionan como el Scrabble. Luego se sitúan los que no les da la gana porque su libertad les asiste, que son los mismos que conducen a 180 por hora en una carretera nacional aunque venga alguien de frente a quien se pueden llevar por dekante. Entre Luis Enjuanes y Miguel Bosé, escogen escuchar el estribillo del segundo porque el primero ni les suena. El protagonismo de estos comportamientos se da en un país donde las referencias televisivas médicas más reseñables se remiten todavía a la doctora Ochoa, que su labor hizo, y al helicóptero de Tulipán. La entronización del cabestro como arquetipo sociológico a estudiar en la pandemia se enfoca ahora al grupo de los contrarios a las vacunas. El enroque de este sector de la población no mengua con la comprobación del avance desbocado de los contagios. Los vectores libres para la extensión del virus no se aplacan siquiera con las evidencias científicas, ni con los datos que muestran la gravedad de las infecciones en comparación con los vacunados, ni con los casos ejemplarizantes que exhiben, en alguna ocasión con más literatura barata que hechos, el resultado mortal de sus conductas. No existe forma de convencerlos en una inmensa mayoría puesto que la decisión proviene más de los prejuicios que del razonamiento. No creo que se tenga que marcar como una obligación legal, ni llegar al extremo de reducir derechos fundamentales. Se trata de un deber social. Al final, resulta que la inmunidad de rebaño era esto.

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