Diario de León

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El fin del mundo siempre estuvo en el Cabo de Hornos. Allí donde las corrientes del Océano Atlántico chocan con el Océano Pacífico, en ese lugar donde los barcos naufragaban a menudo cuando trataban de doblar el cabo, antes de que el Canal de Panamá acortara la travesía entre Europa y la costa Oeste de América, allí se terminaba la Tierra. Allí comenzaba el abismo de hielo.

Y allí, a la agreste Tierra del Fuego, entre el mar y las montañas, allí, a la ciudad más austral del planeta; un poblado de barracones de madera que crecía en torno a un penal de máxima seguridad (no tanto por los muros como por la geografía imposible y el clima extremo); allí, a Ushuaia, viajaron en 1914 un padre y un hijo que huían de la bancarrota familiar en Bembibre. La ciudad a la que llegaron Ramiro y Leopoldo Gago, de 14 años, solo tenía entonces tres décadas de historia. Y el nombre con el que la habían bautizado los argentinos, que suena como un susurro, significa ‘bahía profunda’ en el idioma de los indios yagán que habitaban la Tierra del Fuego.

Por el penal de Ushuaia, que funcionó durante medio siglo, se pasaron algunos de los delincuentes más peligrosos de Argentina, como el famoso Petiso Orejudo , un psicópata que está considerado como uno de los primeros asesinos en serie de la historia. Escaparse de aquella prisión, significaba arriesgarse a morir de hambre o de frío en un paisaje desolado o montañoso. Algo así como arrojarse a la bahía de San Francisco para huir de Alcatraz y terminar arrastrado por las corrientes.

Porque Ushuaia se encuentra en el fin del mundo, insisto, entre el mar y la nieve, a la orilla del Canal Beagle que conduce al Cabo de Hornos.

Allí vivieron durante dos décadas los Gago, que hicieron llamar a las mujeres de la familia cuando se instalaron. Allí hicieron dinero con un café-tienda. Allí presenciaron algún naufragio incluso, como el del vapor Monte Cervantes , que no dejó víctimas gracias a la pericia del capitán. Y de allí volvieron en 1931 con una colección de fotografías que ahora salen a la luz. Miro esas viejas imágenes en blanco y negro y no dejo de pensar que para ver el final de la Tierra hay que subirse al lomo de una ballena varada en una playa de arena negra y protegerse los ojos del viento austral.

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