Diario de León

Bike in business: El ciclismo no se muere

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León

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El sol acababa de salir de detrás de una gran nube. Hacía bueno antes, pero en ese momento, hacía un día fenomenal. A la hora de la siesta colectiva, había poco trafico. Los coches y los ancianos, en secuencias de cuatro, andaban por la calle con el letargo que engendra el calor. En ese entorno yo, vestida de rayas, pedaleando en una bici plegable con una especie de gusto inefable, me destacaba. De camino a una clase en Eras, iba a una velocidad “semi rápida”, lo cual digo porque: a) una tarde así de hermosa no inspira prisa, y b) la bicicleta en que monto es una antigüedad mal conservada. Aunque quitamos de su cuadro la mayoría del óxido y le echamos un mogollón de aceite, la campana es la única parte que brilla y el cuerpo se queja bajo mi peso como un colchón de muelles avivado por amor. Estos sonidos tan agudos, tan silvestres, hacen pensar que podría, en cualquier instante, caerse a pedazos. Aún así, sintiéndome vigilada por los ojos del pueblo y un poco amenazada, la llevo con orgullo. Bueno. Pues, así andaba por el borde del carril a una distancia segura de los coches aparcados (sabiendo bien el peligro de una puerta abierta de repente) cuando se me acercó un coche. Por unos 50 metros, el conductor me siguió muy de cerca. Dos veces, revolucionó el motor; otras dos, tocó la bocina. Mi pulso se aceleró pero seguía pedaleando al mismo ritmo. Esperaba que me saltara y al final lo hizo pero en lugar de aumentar su velocidad y desaparecer hacia el horizonte, se paró delante de mi y en cuanto pasé por su mano derecha, se puso a agredirme. “¡Oye, bonita!” gritó, “¿qué **** haces?” Yo seguía sin hacerle caso pero cuando me pasó de nuevo—aún más de cerca—me mandó a tomar por [donde no sale el sol]. El chico era joven (y poco atractivo, por mi gusto personal) pero el tono de su voz era de una violencia si no innata, veterana. Por el choque de la experiencia, no soy capaz de comunicaros más detalles sino que me quedé impresionada. Temblaban mis manos por indignación. Así se acaba la anécdota, pero no la reacción. Primero, el disclaimer: Yo no soy de aquí. Es innegable que no entiendo del todo la cultura vuestra, ni el porqué de algunos modales o hábitos sociales. Tampoco pretendo ser experta (ni lo quiero ser) en el comportamiento de la masa estadounidense. Que la bandera confederada, por ejemplo, sigue ondeando en Carolina del Sur tras otra masacre más (a tiros, por supuesto) es absurdo. Cada vez más, la condición humana me demuestra que el sentido común no existe. A pesar de sus ángulos muertos, argumentaría que la perspectiva ajena o alejada le proporciona al viajero una vista mucho más amplia de su entorno. A través de la que—si me enfoco en la sociedad de León como microcosmos—he podido observar que el progreso social en ciertos campos, uno de los cuales tiene que ver con las políticas de movilidad y las actitudes hacia el ciclismo, se ha quedado atascado. Por el bien del argumento, quedamos en el susodicho. Por experiencia y reflexión propia, opino que el carril bici en León mola, pero no nos llega. Si voy por la acera, la gente me lanza miradas crueles. Si voy por el carril de tráfico, algún sinvergüenza me amenaza con palabras incultas y llenas de odio. Según lo visto, las opciones no son idóneas, pero es lo que hay en este momento y yo, por mi parte, seguiré pedaleando. Los ciudadanos no sólo deben acostumbrarse a la presencia creciente de ciclistas en la ciudad—tanto en la zona peatonal como en los carriles de tráfico—sino también agradecerles sus esfuerzos diarios por hacer que León sea una ciudad más bonita y sostenible. Los ciclistas andamos por gusto; somos conscientes y pacíficos. Conocemos el placer del pelo al viento, el sol en los muslos, el tañido encantador de la campana y la semi rapidez. Mientras que no tengamos un carril propio, regálanos, por favor, un huequito en el tuyo.

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