Diario de León

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Hay días en los que el mundo parece una novela de Stephen King. En El Paso, Texas, un joven racista de 21 años ha asesinado a 20 personas y herido a otras 26. Lo ha hecho para protestar «por la invasión hispana de Texas». Antes de aprender el manejo de las armas debería haber recibido unas lecciones de Historia de Estados Unidos, incluida una introducción acerca de quienes vivían antes allí. Para cometer su monstruosa acción, en un centro comercial, recorrió mil kilómetros en su coche. No actuó bajo la enajenación. ¿En algún tramo de ese trayecto al infierno reconsideró su plan? Nueve horas al volante son mucho tiempo para no mantener una conversación contigo mismo. Al parecer, viajó solo. Descerrajó un cargador sobre lo que le quedaba de humanidad y la arrojó fuera del vehículo. En efecto, mil kilómetros dan para apaciguar mucha ira, pero aquí estamos ante mucho más que exabruptos y portazos: una ideología perversa. «El racismo no es una enfermedad mental», se leía en una pancarta ciudadana, en contestación a las declaraciones de Trump en las que afirmaba: «Son el odio y las enfermedades mentales las que aprietan los gatillos, no las armas». En declaraciones, el mandatario condenó el racismo supremacista y se ha mostrado dispuesto a endurecer los requisitos para adquirir armas, pero vinculó esta reforma a un endurecimiento de la política migratoria, con lo que convirtió a las víctimas en parte del problema. No puede pronunciar una frase, ni siquiera corta, sin que le irrumpa su necia soberbia. La locura es enfermedad; el fanatismo, ideología.  

En España también tenemos monstruos sueltos, aquí son asesinadas casi a diario mujeres… y no por locos, sino por quienes también recorrerían mil kilómetros para hacerlo. La ira se diluye, la maldad no.  

Ninguna sociedad está libre de intolerancia, evidente o sutil. Por ello, la autocrítica resulta imprescindible. La calidad de una democracia se mide por el buen trato entre iguales, pero aun más por el respeto con los diferentes. Y se trata de una doble dirección. Todo lo demás, nos convierte en constructores de infiernos, en habitantes de una novela de Stephen King. Y uno está ya en la edad de los finales felices… aunque se hagan esperar.

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