Diario de León

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Vivimos en el estrés de fasear la desescalada sin confundirnos de horario, y en el imposible escorzo (para algunos) de conciliar las horas de paseo con el teletrabajo. En el límite del alfoz, andamos también sin aclararnos sobre si somos entidad mayor o menor, lo cual abriría el margen de caminata por los prados del entorno. Antes prácticamente desiertos, y hoy atestados cual era en verbena de día grande de las fiestas del pueblo. Más apiñados que nunca en los tiempos del distanciamiento físico de seguridad, felices en cambio de tener praderina en la que soñar con aire puro y libre de bichos, más allá de los estornudos primaverales.

Salir a la calle es, como ha sido en las últimas semanas pero ahora amogollonado, un ejercicio de análisis estadístico sobre lo que de esta pandemia nos cala en realidad. Se ve personal que ha vivido estos casi dos meses como un extraño sueño de algo que nunca pensamos transitar, y que en realidad parece que no acaben de creer. Como un paréntesis ilógico similar al de la sucesión de procesos electorales de los meses anteriores, que deja malestar y sensación raruna sólo a la espera de que todo vuelva a ser como antes. Algo que ya deberíamos saber que es imposible.

Están por otro lado los que viven esto como pesadilla, porque han sufrido de cerca el zarpazo del bicho o temen que les alcance. Se ven menos, subsisten agazapados tan lejos como pueden de los confiados, convencidos de que aquellos nos traerán el reino perpetuo de las tinieblas.

Dueños de sueños de los que desperezarse o de pesadillas de las que parece imposible librarse, siguen con idéntica perplejidad el debate sobre cómo afrontar la desescalada sin que la urgencia de retomar la vida económica y social se convierta en un traspiés que nos despeñe por la rueda infinita de la recaída sanitaria.

Mientras, se suceden los episodios para caminar hacia la denominada ‘nueva normalidad’. Vuelven el cortoplacismo y la miopía políticos a imponerse sobre la obvia realidad de que no hay guión predeterminado que seguir, lo que no exime de imperdonables errores de soberbia, ni desde el poder ni desde no ostentarlo. Se echa de menos, como siempre, altura de miras y sentido de Estado. O de municipio.

Aplasta la evidencia. Si es nueva, no es normalidad. Y eso trasciende el tejemaneje doméstico. No depende del Gobierno, ni siquiera de los políticos. Quizá tampoco, y ahí está el drama, de los científicos.

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