Diario de León

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En política no hay amigos», decía este fin de semana José Antonio Griñán, expresidente de la Junta de Andalucía. No ha desvelado ningún secreto, pero no deja de sorprender la crudeza de lo dicho y la gran verdad que encierra. Los menos amigos suelen ser los afines.

Puestos a citar, creo que era Winston Churchill —el genio que justificaba sus mudanzas políticas afirmando que cuando cambiaba de partido lo hacía para no cambiar de ideas—, quien acerca de la insalubridad que apareja el oficio dejó dicho aquello de que en política había «amigos, enemigos y compañeros de partido». Sería larga la agenda de citas. «¡Al suelo que vienen los nuestros!» —dicen que dijo un día el socarrón Pío Cabanillas, al ver asomar por una puerta a varios compañeros de partido—. En definitiva, lo sabido: no hay peor cuña que la de la misma madera. Pero, como nada es fácil, ni en la vida ni en la política, resulta que, pese a los odios, cuando se necesitan, los políticos entierran el hacha de guerra —«aparcan las diferencias»— y haciendo de tripas corazón o, lo que es lo mismo, analizando el resultado de las encuestas llegan a pactos que se establecen al filo de lo imposible.

Tenemos un caso estos días en Madrid. Mejor dicho: lo tiene la dirección nacional del PP. A poco más de un año de las elecciones autonómicas y locales, resulta que todos los sondeos cursan con luces rojas. De alarma: sí las cosas no cambian de signo, el PP perdería la Comunidad y el Ayuntamiento.

El impacto de la tardía y torpe gestión de la huelga de la limpieza parece haber liquidado las posibilidades de que Ana Botella sea designada candidata. Su imagen, ya muy deteriorada por el caso Madrid Arena y por el fracaso de la candidatura olímpica, se habría visto definitivamente arruinada.

No es que el PSOE atraviese por su mejor momento —todo lo contrario, sigue bajo la mesa en las encuestas—, pero tiene a tiro la alcaldía de la capital, que en el plano de lo simbólico es algo más que un ayuntamiento. Y ahí es dónde, de dar crédito a fuentes solventes, crece con fuerza la idea de que Esperanza Aguirre, es la única esperanza que tiene en sus manos el PP para intentar ganar la «batalla de Madrid».

La expresidenta que renunció a su encomienda tan voluntaria como inopinadamente, conserva intacto su gran tirón electoral. Ella lo sabe y si pudiera trasladarse al mundo de la política la idea de lo que significa la coquetería, diría que se deja querer. No dice que sí, pero tampoco ha dicho que no. Solo hay un pequeño/gran inconveniente. Mariano Rajoy se lleva mal con Esperanza Aguirre. Vamos, que no se llevan.

En realidad, el registro es de doble dirección. Pero, como sabemos, eso en política no significa nada. De creer a Griñán o a Churchill, incluso podría decirse que es lo normal. Es decir: puesto que Aguirre es la última esperanza que tiene el PP para no perder Madrid, es probable que la lideresa vuelva a la primera línea de la política nacional.

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