Diario de León
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CUERPO A TIERRA. ANTONIO MANILLA
León

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Al forastero que visita León, uno acostumbra a enseñarle, más allá de lo tradicional, algunos hitos de la ciudad que la singularizan a su modo, ciertos rincones sin encanto pero con una personalidad avasalladora: desde la grúa de un pie que sostiene el pedrolo de Arroyo junto al Arco de la Cárcel hasta el prodigio geológico de la rotonda inclinada de los Hospitales. Son emplazamientos singulares, memorables, quizá irrepetibles, que están reclamando a gritos que se les declare algo así como bienes de interés ciudadano. Porque la memoria de una ciudad no se construye únicamente con su mejor perfil, igual que una biografía no se compone tan solo de momentos agradables. El impacto es más la verruga inoportuna que el óvalo facial perfecto. Y sobre todo ahora que todas las ciudades están cortadas por un mismo patrón de homogeneidad, la obstinación de supervivencia de estos enclaves de fealdad, contra el viento de la tendencia y la marea de los concejales de turno, dota de una personalidad incontestable al igualitario entramado urbano.

Todas las ciudades se parecen porque se construyen o restauran bajo la fórmula férrea del cliché de lo que tiene que ser una ciudad contemporánea: un espacio peatonal o semiurbano, donde el transporte público se mueve en círculos o dando rodeos por la periferia —se llaman, pomposamente, rondas, y a veces se salpican de obstáculos denominados rotondas— y que no llega a todas partes, con el gueto del centro histórico bien aislado y blindado para el turismo en masa. El Caín del que todos procedemos, además de matar a Abel, fue el fundador de la primera ciudad, Enoc, y seguramente era toda ella peatonal, sin zonas 30 ni plazas de aparcamiento semiprivadas, una especie de oasis para el turisteo.

Y ahí está la clave de cuanto le está ocurriendo a nuestro entorno primero. El problema no es tanto la pérdida de personalidad como la causa que lleva a esa devaluación: la conversión de las ciudades —Aníbal Núñez lo intuyó en un poema— en espacios para usuarios de ellas en vez de para sus habitantes. El Grial en cuya búsqueda anda el Ayuntamiento, y el resto de la provincia detrás, es la transformación del plomo de una zona minuciosamente desindustrializada en el oro súbito y probablemente efímero del turismo. Es, como la alquimia, una búsqueda más que nada espiritual.

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