Diario de León
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río arriba miguel paz cabanas
León

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C uando llegué a León pensé en salir pitando hacia latitudes más cálidas, pero algunos años después había sido adoptado por los miembros del Club Leteo, un grupo de jovenzuelos que cultivaba la literatura con la desfachatez libertaria de quienes echan azufre en las azaleas de los jardines o tiñen de rojo el pubis de sus chicas en las noches de luna llena. Presenté con ellos Cuentos crueles una tarde lluviosa (es ya una tradición que diluvie cuando presento un libro), me acogieron en reuniones que tenían algo de clandestino (siempre llegaba el primero, cosas de la edad; el lugar de las citas era un piso desconchado que olía a ceniceros de latón y sudor frío) y llegaron a otorgarme honores de secretario, cargo que ostenté efímeramente, acaso por mi costumbre decimonónica de levantar actas y exigir puntualidad, o quizás por nuestras agrias discusiones literarias, donde todos esperaban que el otro cediese a los gustos ajenos, normalmente por la vía del sarcasmo, el desprecio o la petulancia. Hubo incluso una foto grupal (con aire de rokeros a punto de despellejarse tras editar su último y despampanante disco) en el Diario de León y allí, para quien sea adicto a hemerotecas, se puede palpar la templanza irónica de Sergio, la discreción serena de Torices, el hermetismo esdrújulo de Arce, el aire de querubín diabólico de Saravia, la genialidad huidiza de Yago y el aspecto de manager trasnochado del que esto escribe. Nacho estaba lejos, metiendo paños de nostalgia en una maleta. El caso es que durante un tiempo escribimos juntos en una web inolvidable, www.clubleteo.com, en la que todavía se pueden rastrear las cenizas gloriosas de algunos relatos prodigiosos y en la que, ignoro la causa, yo inauguré una sección llamada Libro de Necrológicas. Quizá porque siempre me fascinaron las últimas palabras del gran Rabelais, «¡Que baje el telón, la farsa terminó!»; o la ironía de Marlene Dietrich en su lecho de muerte ante las barbas de un clérigo imprudente: «¿De qué voy a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su jefe!». Aunque puede que alguna vez, en aquellas necrológicas soñadas, me inspirase también algo menos pirotécnico, acaso la prosa sucinta del último y solitario verso que hallase su hermano en el gabán de Antonio Machado: «Estos días azules y este sol de la infancia».

Y a eso creo que se pareció mi paso por Leteo: a una ensoñación melancólica, a una circunstancia milagrosa, a la nostalgia de las cosas que nunca sucedieron, como cantaba Sabina. Porque no sé si lo habré dicho con claridad: esos muchachos, a su manera, eran, siguen siendo, unos genios. Esta noche tendrán la oportunidad de verlos junto a Cartarescu, el último Premio Leteo.

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