Diario de León

El fin del consenso socialdemócrata

Publicado por
LA SEMANA antonio papell
León

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E l modelo democrático surgido de la Segunda Guerra Mundial, que los estudiosos han llamado ‘consenso socialdemócrata’, se basaba en la aceptación de las reglas de la economía de mercado y de las grandes libertades fundamentales, en el sufragio universal, directo y secreto, y en una dialéctica de poder entre formaciones de derecha y de izquierda moderadas, liberales las unas, socialdemócratas las otras, capaces de engendrar sucesivas alternancias y de generar una dinámica de progreso continuo.

La victoria de Trump, un personaje alejado en realidad del mundo conservador genuino del Partido Republicano, ha sido algo así como la coronación de un proceso de descentrado de nuestras democracias, en las que los grandes partidos clásicos se han desdibujado y han surgido otras organizaciones, muy frágiles intelectualmente, que han tratado de avanzar por vías intermedias, en muchas ocasiones heterodoxas, casi siempre vinculadas a simplificaciones populistas. En las últimas presidenciales francesas, Macron, un personaje liberal pero que había sido ministro de Hollande, ganó frente a la extrema derecha de Le Pen, en una competición a dos vueltas en la que no llegaron a la segunda ni la izquierda ni la derecha tradicionales. En las elecciones que se celebraron el pasado domingo en Baviera, la formación ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD), que consiguió hace un año el 12,6% de los votos en las legislativas, ha arrancado con más de un 11% un puñado muy significativo de votos a la CSU, el partido socialcristiano hermanado con la CDU de Merkel, hegemónico en la región desde hace seis décadas; el SPD, aliado en la gran coalición de Berlín, ha quedado en quinto lugar, reducido a un tamaño poco más que simbólico. Y en un gran país emergente en el que parecía que había germinado la democracia parlamentaria al estilo occidental (la única que existe) está a punto de alcanzar la presidencia un exmilitar que propone métodos autoritarios para su país, que ensalza la sanguinaria dictadura castrense de los años setenta del pasado siglo y que critica aquel régimen porque torturaba a sus adversarios en lugar de exterminarlos directamente. Si a todo ello se añade la crisis italiana, donde gobierna el populismo aliado con el neofascismo, las derivas autoritarias de los regímenes del Este europeo y la progresión de partidos radicales de derechas en varios países de Centroeuropa, habrá que llegar a la trágica conclusión de que el viejo modelo, que en el fondo era heredero de la creativa dialéctica hegeliana -tesis, antítesis, síntesis- y entroncaba con la tradición cultural occidental, está en retroceso, sin que, salvo experimentos que de momento no conducen a parte alguna, sepa cómo podrá revertirse tal decadencia.

A este fenómeno de descomposición ideológica han contribuido sin duda el final de la guerra fría, la consiguiente desaparición de los bloques, y, en última instancia, el descrédito de las utopías colectivistas que supuso, en cierto sentido -el debate es ya antiguo-, el final de la historia, según el conocido enunciado de Fukuyama. En aquella secular disputa entre liberalismo e igualitarismo, la victoria había sido para el realismo liberal. que sin embargo, ya sin enemigos, no ha sido capaz de colmar las aspiraciones sociales mayoritarias. Prueba de su impotencia ha sido la reciente crisis global, que todavía colea, que se produjo a consecuencia de los incontrolados excesos neoliberales, que nos ha golpeado con extrema dureza y que ha dejado a su término unas sociedades aún más desiguales y desequilibradas que antes de la gran recesión.

En estas circunstancias, la falta de respuestas genera un angustioso vacío. que las sociedades tratan de llenar espontáneamente por vías improvisadas. El surgimiento de la extrema derecha, el brexit, la elección de Trump, el ultranacionalismo separatista catalán, son piezas del mismo puzzle, experimentos reveladores de semejantes frustraciones, realizados al margen del agotado sistema establecido.

La cuestión está ahora en decidir si cedemos a las nuevas derivas o tratamos de restaurar la vieja racionalidad. Si luchamos por reconstruir la República clásica, con sus instituciones eficientes y sus valores incontestables, o nos abandonamos a la improvisación que nos sugiere una tecnología aventurera cuyos derroteros son todavía una gran incógnita.

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