Diario de León
Publicado por
Luis-Salvador López Herrero. médico y psicoanalista
León

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Era temprano. El día aún no había retirado la sábana de la noche mientras caminaba hacia el trabajo, y el frío me hacía sentir el aire gélido que envolvía nuestra ciudad. No había demasiadas personas por las calles pero todas caminaban con cierta celeridad hacia la rutina diaria, ensimismadas en sus pensamientos, sin prestar demasiada atención a lo que les rodeaba, o así me lo parecía. Los rostros, ahora que se permite ver nuevamente la facies que delata el movimiento del alma, eran diferentes, y fue reconfortante percibir sus gestos sin ese velo que ha perdurado demasiado tiempo por motivos, algunos francamente espurios. Pero así funciona el poder y sus mecanismos de control cuando se ve necesitado de cierta seguridad, que supla todo aquello que escapa a la razón o a sus evidencias.

En el camino me topaba con individuos apostados en una pequeña churrería que, a pesar del ambiente helado, platicaban sosteniendo entre las manos un pequeño vaso de orujo. Más allá, en el camino, un conocido me saludó con la mirada mientras se dirigía hacia un bar cercano, tal vez en búsqueda de calor y de café. Me fijé en su paso lento, curvado por la edad y probablemente sesgado por la tristeza, y no pude menos que sentir cierta soledad ante una presencia que parecía querer escapar de su aislamiento noctámbulo, y pensé: «¿Qué tipo de necesidad impulsa a determinadas personas para salir rápidamente de la cama, rumbo hacia espacios en los que el bullicio de la palabra, convertida en puro goce, se articula con sus soledades?».

Abandoné el pensamiento, porque estaba ya cerca del lugar de trabajo, pero aún tuve tiempo para dirigir mi mirada hacia otro individuo, también masculino, que se introducía rápidamente en otra cafetería mientras otros seres, todos ellos hombres, permanecían postrados delante de su consumición, en perfecta armonía, mirando oblicuamente hacia la pantalla del televisor, como si de un cuadro de Edward Hopper se tratara. Un camarero sonriente mencionó algo, que no pude entender porque la cristalera me lo impedía, pero el recién llegado se mostró animado y sumamente agradecido ante lo que parecía ser una gracia de bienvenida, o así me lo sugirió.

No me gustan mucho los bares, ni tampoco el hábito tertuliano tan frecuente en ellos, en el que el alcohol ejerce su hechizo, tanto de olvido como de confesión en función del elixir mágico consumido, pero les reconozco un inmenso valor como antídoto de soledades humanas. Es cierto que las personas los visitan por diferentes motivos, desde jugar la partida hasta conversar de cualquier cosa intranscendente mientras se bebe sin saborear, o simplemente para compartir experiencias, encuentros o soledades. Pero lo cierto es que durante algunos momentos de la pandemia, bares y cafeterías, han sido de gran utilidad para calmar ansiedades o demasiados e incómodos retiros. De ahí la necesidad que ha existido por mantener abierta la hostelería en diferentes ocasiones, a pesar de ser una medida que, claramente, atentaba contra la evidencia científica de transmisión del virus. ¿Por qué entonces? ¿Era simplemente un artilugio para sostener la pura economía?

Sabemos por las estadísticas el alto precio de vidas humanas que hemos sufrido a lo largo de esta pandemia. Los suicidios y la mortalidad en general se han disparado; las alteraciones mentales han alcanzado cotas alarmantes; las adicciones diversas se han multiplicado gracias sobre todo a internet, y el consumo de psicofármacos goza de demasiada popularidad, mostrando una vez más el tipo de convivencia que hemos creado, que, desde luego, no facilita para nada la paz interior, porque falta la argamasa social tan necesaria para vivir.

De ahí que el valor social de la hostelería radique, precisamente, en ser un espacio de encuentro en el que la presencia de los cuerpos irradia además, el alma de las personas, creándose así la ilusión momentánea de participación en la comunidad. Porque no es lo mismo la soledad tan necesaria para crear, meditar o simplemente para evitar el blablablá mundano, que el aislamiento, que muchos sufren, a pesar de vivir en un mundo cada vez más hiperconectado como globalizado. Y es que internet y las redes que proliferan por doquier jamás podrán suplir el encuentro humano, porque la imagen de un rostro en la pantalla o la cámara, o la voz de un individuo a través del aparato tecnológico, carecen de alma, y sin alma no hay verdadero contacto humano.

Y es esto mismo lo que muchos de los clientes buscan tempranamente por la mañana o en los márgenes de la noche cuando acuden a todos estos lugares para consumir. Ver y mirar rostros y cuerpos en movimiento; oír y escuchar voces vivas y silencios que les permitan sostener por momentos, que están vivos en comunidad compartiendo sin darse cuenta su alma inconsciente con el alma de los demás.

Sí, no es muy halagüeño, lo reconozco, dar este valor afectivo a un espacio que, aparentemente, es tan frágil e ilusorio como momentáneo. Pero es lo que existe para algunos de nuestros conciudadanos, poco más, una vez que los vínculos familiares y de pareja han estallado ante el auge de una existencia solipsista, que exige vivir todo con plenitud, sin demoras e insatisfacciones, en un mundo, en clave tecnológica, repleto de mensajes, voces metálicas e imágenes virtuales que sirven de compañía a la vez que dictan todo lo que se debe de hacer.

Luego el bebedor, el auténtico bebedor, consume solo en casa, porque ama la botella, que además remeda la figura humana. Los otros solitarios, consuman más o menos, buscan y anhelan en las barras de los bares o de ocio, un contacto que se les resiste, que no terminan de aprehender, y que lo suplen con una mirada o una atención que les hace sentirse vivos a través del movimiento de los cuerpos o de las palabras que capturan en el aire. En cierta forma, de su sintonía con el alma de los demás.

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