Diario de León

Pausado, sonoro y solemne el paseíllo, fiera y mortal la puntilla

Publicado por
Eugenio González Núñez, escritor
León

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Sentados en la barra del bar, frente a la gran pantalla de la televisión, mi colega y yo, no queremos perdernos detalle de lo que, aunque tarde, llegará. Suena solemne la marcha real, mientras el equipo permanece firme, mudo, ausente. De nuevo los aplausos, el griterío, la locura de la plaza y, «el sí se puede», retumban en los oídos y enardecen los corazones a galopante ritmo de tambor. Medidos y elegantes los pases, buenos cambios de pie y de cabeza, dejan al adversario, desconcertado. Corren y corren, pero siempre es tarde cuando llegan, porque los diestros frustran sus alocadas carreras. El país sin ejército, lucha en desorden de batalla. «Estos países que no gozan de ejército, no tienen ni disciplina ni marcialidad», deja caer mi colega. ¡Qué juego más perfecto!, anuncian los comentaristas. Los diestros lo manejan todo: el tiempo, la pelota, el espacio. Todo, a la perfección. Siete banderillas de fuego dejan malherido al fogoso y valiente novillo centroamericano, y más que victorioso, yo me antojo alicaído.

—¡Siete, fueron siete, para la historia! ¡Olé, olé, olé!— se agita en bloque la bancada.

—¡Divino, inigualable, fabuloso, casi de infarto!— sonríe bobalicón, vaso en alto, mi vecino de al lado.

—¡Somos los mejores, lo nunca visto, esto sí que es dominio!— asegura, tras un bostezo, otro hincha, arrebatado semiinconsciente de los brazos de Morfeo. El grito vociferante de, «¡la roja, la roja, la roja!», vapulea los cinco continentes, llegando a las mismas barricadas de la Ucrania invadida, donde los soldados mueren tiritando, y hace bullir hasta el último de los veintiocho mil sin techo, acomodados en las vacías aceras de la España llena. Parpadeando, gime la radio del viejo picador que, arañando carbón, se vuelve a afanar, en la ya clausurada bocamina de San Andrés de las Puentes…

Y volvió a sonar lo de «La virgen María, será nuestra protectora, no hay nada que temer», que el tamboritero de Calamocos, a flauta y tambor, tocaba durante la Consagración, en plena solemnidad de la misa mayor —con olor a incienso y a variados perfumes femeninos—, provocando las risas de unos y la rigidez de otros. Y volvieron a sonar los aplausos, los silbidos, y, en el mismo bar, y a la misma hora, la noche se pintó de vibrantes tonalidades rojas y negras, como en tiempos pasados, pero muy diferentes, y comenzaron su danza las veintidós figuras de tan diferentes talantes, de lenguas tan dispares, de fines y metas tan comunes, derrotar, aplastar al rival y alzarse campeones. Y el primer bocinazo no se hizo esperar: ¡gooooooooooooooool!

Y poco a poco, cada uno con su estilo, sus colores y sus fans, entre silbidos, vítores y abucheos, visigodos y germanos —hermanos, a fin de cuentas—, equilibraron fiesta y balanza y se repartieron las piltrafas y los vítores de un empate pírrico que ni a victoria llegó.

—¡No vayas a creer, chaval!— cauteloso le comentaba el hombre al mozalbete que lo acompañaba. ¿Acaso, empatar con los de «la Legión Cóndor» no es una gran victoria?— remató el padre la cuestión.

—Pero, hombre, ¿qué dices tú? ¡Pues no vas tú lejos! ¡Eso sería en tiempos del tercer Reich, pero ahora no es como en tiempos de Franco, que ahora somos los mejores!

—No olvides a César, ¡el nuestro! ¡Si hoy nos cayera esa breva!— suspiró el padre soñador.

—¿Onde va a dar? ¡Ni lo piense!—vociferaban padre e hijo, saliendo del Barrio Húmedo y enfilando, pausados, pero enardecidos, Ordoño II.

Y al tercer día, una esperada noche de viernes, inicios de diciembre, lo estipulado se cumplió, y más nerviosos que nunca, siempre en silencio, los nuestros volvieron a escuchar, tiesos y temerosos, la nueva canción de amores y de guerras que en siglos pasados llevó a nuestros pueblos a combatir «¡Triunfa, España! Los yunques y las ruedas cantan al compás». Por no recordar, no recuerdo el tiempo de los chupinazos, pero sí grabados se me quedaron ambos para todavía poder esperar. Impasible parecía jugar el rival, bajo la mirada inexpresiva, hierática de palo de cerezo que se me antojaba la figura del entrenador nipón.

—No me gusta esta modorra tan perfecta, magistralmente ejecutada, pero ineficaz— protestó mi colega.

—España, está en el limbo, confiada y feliz, pero presiento que algo nefasto amenaza a quien duerme mientras el enemigo, agazapado y silencioso, sin atacar, sabe esperar. Y fue así como, en un par de minutos, el enemigo acorrala, desconcierta, inmoviliza a España y dos jabalinas de fuego la dejan herida de muerte. Como bandada de sonámbulos, corren los nuestros por el campo, sin rumbo, sin tino, viendo impotentes cómo los hombrecillos incansables e inalcanzables les obstaculizan y desbaratan todo ataque, a la vez que llegan como arqueros locos, vociferantes y amenazadores a la ya perforada caseta de Unai.

Con dos pitones de fuego, dos camicaces alados dejaron a España tambaleante y fuera de combate. Fue incapaz de hacer otro gol. Mi sorpresa es que nadie haya tenido valor para decirle la verdad a los nuestros. Ese ‘pasa bola. Va la bola. Vuelve la bola’, atrás, siempre atrás, mareando hasta a los espectadores, no sirve. Me muero de curiosidad por saber si el maestro les machaca el coco con lo de, por encima de todo, adelante; atrás, solo para tomar impulso y nada más. ¡Portero, que esas devoluciones en caliente son peligrosas, y solo agudizan el estrés! Pero el daño ya está hecho, y ahora, nos toca esperar en ese apeadero donde los trenes de la vida pasan de largo, pitando atronadores, y sin compasión.

Y como no hay enemigo pequeño —los nipones lo parecen, pero no lo son—, mi colega avisa a los nuestros, ¡cuidao, chavales, que si las cosas vienen mal dadas…!

…Y como las cosas vinieron mal dadas y los moriscos, además de alfombras, vendieron coraje del bueno, del que a nosotros tanto nos faltó, anduvimos emparejados durante partido y medio, pero las faltas máximas no se hicieron esperar. España entera, con Luis Enrique de rodillas, rogaba al último Almanzor que, por favor, chico, tú que creciste en Madrid, perdona nuestras deudas y, falla este penalti, por Dios, por Alá, por todo lo que más quieras, te lo pedimos.

…Pero para colmo de males, va Hakimi y, de lanzada fiera, nos mete el gol que más nos duele, un gol al corazón— quiso rematar el mozalbete la trágica jornada.

—¡Otra ronda, camarero que, de perdidos, al río!— solicitó urgente mi colega, mientras que al bar lo mataba la pena y un grillo equivocado interrumpía su silencio.

—Míster, ¡no celebramos derrotas!, que a los nuestros les sobraron filigranas y les faltó poderío ofensivo—, le gritó alguien desde el fondo oscuro del bar.

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