Diario de León
Publicado por
RAFAEL GALLEGO
León

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«¿QUÉ HAY?». Esa pregunta tan sencilla, que como dice Quine se responde con una sola palabra: «todo», es la primera piedra sobre la que se construye el edificio de la filosofía occidental. A esa pregunta, a la que llamaremos, por seguir la tradición filosófica, «pregunta ontológica», le sucede una pregunta que ya no es tan inmediata, tan directa, tan sencilla de plantear y tan sencilla de responder. Se trata de la que llamaremos «pregunta epistemológica», la pregunta que hace referencia al modo en el que el ser humano es capaz de conocer qué es lo que hay. Es decir, si la respuesta a la pregunta ontológica es, siguiendo a Quine, «todo» -otra cosa será decidir qué es exactamente ese todo-, la pregunta epistemológica se establecería de este modo: «¿cómo llegamos a saber que la palabra «todo» es la respuesta a la pregunta acerca de lo que hay?» Y la respuesta a esta otra pregunta, como digo ya un tanto más compleja, ha sido más o menos la siguiente: lo que hay se presenta como un caos que el ser humano, la razón, organiza en cajoncitos sencillos de entender -también dejamos para otro momento una explicación de qué es eso de entender- a los que vamos a llamar categorías. Sería algo así como que la caótica información procedente de los sentidos que llega al entendimiento es organizada por nuestra razón en modelos con los que puede trabajar. La discusión sobre si los modelos son propios (teoría de la inmanencia de las categorías) o ajenos (teoría de la trascendencia de las categorías) también es una discusión que conviene dejar para el estudio de cada cual, porque hasta la fecha ha vertido muchos litros de tinta y no afecta para nada a la intención última de este artículo. Después de mucho tiempo, tuve ocasión, y sentí una profunda angustia y una enorme sensación de asco, de ver en televisión, a propósito de la denuncia que el juez del Olmo hizo del caótico y desastroso tratamiento que se dio a las víctimas, imágenes del atentado terrorista del once de marzo de dos mil cuatro en Madrid. Era justo el día anterior al de la intervención de la señora Manjón, en representación de las víctimas del atentado, ante la Comisión Parlamentaria del 11 M. Aquel día, mientras veía las imágenes por televisión, se instaló un pensamiento en mi conciencia: categorizar el caos. Lo que estamos haciendo es categorizar el caos. Lo de siempre. Y pensé que debería escribir sobre el asunto. La cuestión es que en la mañana siguiente, la señora Manjón dijo todo lo que yo pensaba escribir. Lo que pensaba escribir y mucho más, porque yo iba a escribir desde mi proceso de categorización, pero ella habló todavía desde el dolor del caos, desde la verdad sin fisuras, desde lo que hay. Lo que ella dijo esa mañana es lo que hay. La verdad. Lo demás, lo que yo hubiera podido escribir o lo que alguien pudiera pretender añadir no pasaría de ser una interpretación, una justificación o cualquier otra mentira por el estilo, porque en el momento en el que ponemos nuestras categorías a organizar lo que hay, ya no tenemos entre manos lo que hay, sino lo que nosotros interpretamos que hay, es decir, con benevolencia, una involuntaria pero inevitable mentira. Así las cosas, al escuchar las palabras de aquella mujer, pronunciadas todavía desde la inmediatez del dolor, desde la profundidad del caos, comprendí que no tenía nada que escribir, que no debía proseguir con mi mentira. Pensé que bastaba con dejar que lo que hubo, lo que hay como consecuencia de lo que hubo, hiciera sentir a cada uno la verdad en la parte que le toca. Hoy ya han pasado muchos días desde entonces. Ya hemos puesto otra vez distancia respecto a todo cuanto pasó. Ya hemos vuelto a interpretar, a falsificar, a comprender las cosas que pasaron. La persistencia de nuestros cerebros en su tenacidad para categorizar el caos nos ha permitido organizar nuevamente todos los datos que en aquella mañana feroz en la que Pilar Manjón habló de la verdad se habían vuelto a derrumbar en un nuevo caos de sentimientos puros, los mismos sentimientos inmediatos que nos invadieron en aquella otra mañana, una mañana sin adjetivos, de la que pronto va a hacer un año. Aquella mañana. Un poco por eso, porque ya ha pasado tiempo -en mi pueblo es un año el tiempo que se guarda luto-, un poco porque me choca lo pronto que olvidamos, me atrevo a escribir hoy este artículo, sabiendo que se trata exclusivamente de mi propia mentira, la que mi cerebro, mi proceso de categorización, me hace creer que no es tal, pero que en el fondo sé, por mucho que pueda creer que no es así, que sigue siendo sólo eso, una involuntaria mentira, un artificio organizado por mí mismo para poder entender lo que verdaderamente hay: todo, es decir, el caos. ¿Por qué la»comisión del 11 M» se apartó tanto de la realidad? ¿Por qué se utilizó de aquel modo tan ruin para el exclusivo juego político? ¿Por qué desde el primer momento, casi a las pocas horas, en las primeras concentraciones de repulsa, aparecieron personas manipulando políticamente el atentado? ¿Por qué unos, otros y los de más allá nos apartamos tan rápido de la verdad, del dolor intenso del caos, de la experiencia directa del horror y nos fuimos acomodando en sillones cada vez más lejanos acolchados de mentiras a la medida de las ideas de cada cual? ¿Por qué aquellas sencillas palabras de una mujer instalada en el dolor enmudecieron todas las interpretaciones y devolvieron la mirada a la realidad del duelo? Hubo quien no lo quiso sentir y trató de seguir interpretando, pero al final el sentimiento se extendió por todo el país y ya nadie hacía comentarios a sus palabras. Sonaban así, «umbrías por la pena, casi brunas, porque la pena tizna cuando estalla». Pero ya nos hemos limpiado el «tizne». Ya hemos vuelto a las andadas. ¿Por qué esa persistencia? Sólo se me ocurre pensar en ese mecanismo de defensa que nuestro entendimiento pone en marcha para defenderse de la imposibilidad de integrar la realidad, el todo, en la parte. En tanto que cada uno es una parte del todo, cuando se enfrenta al todo, se supera, pero cada uno en sí mismo se siente dueño del mundo, a la vez creador y organizador del todo, y de ese modo, nuestras categorías se ponen en marcha, empaquetan la verdad en pequeños frascos manejables que nos permiten integrar el mundo como si no hubiera nada más que lo que comprendemos. Por eso nos obstinamos tanto en pensar que siempre tenemos razón, porque pensamos lo que pensamos y creemos que es lo único que se podría pensar, hasta que algo, o alguien, rompe los cristales de los frasquitos y ya no sabemos qué hacer con los pedazos. Se impone el caos, la verdad de lo que hay, la totalidad de la que formamos parte y que nos integra y no sabemos ver que está bien así, que no hace falta controlarlo todo, que podemos poner un pie en el suelo aunque no tengamos la certeza de que no se va a hundir en un vacío infinito. Que la realidad somos nosotros y no hay por qué tenerle miedo. Esa es la cuestión. El dolor existe. El mal hace daño. El mundo es todas las cosas que suceden. No podemos estar pendientes de interpretarlo todo para tapar lo que no entendemos como si no existiera, porque, aunque no lo entendamos, existe. Está ahí y somos nosotros. Es decir, todo, así, a lo bruto, sin artificios que clasifiquen las cosas. La verdad en estado puro. Y eso que sé que sólo hablar de ello es manipularlo todo.

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