Diario de León

TRIBUNA

¿Niños y adolescentes hiperactivos o sobreexcitados?

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PARECE BASTANTE evidente que vivimos en una sociedad más exteriorizada que interiorizada, más excitada que sosegada, más ruidosa que silenciosa, más agresiva que tolerante, y en la que los gritos, los ruidos y los insultos están presentes por doquier, en la familia y en el colegio, en la calle y en los medios (y sobre todo en la televisión). Pues bien, en este ambiente social, no es extraño que tengamos unos niños y unos adolescentes que, en un buen número, son impulsivos, irreflexivos, gritones, latosos, agotadores, revoltosos y traviesos. ¿Podría ser de otra manera? A muchos de ellos todo a su alrededor les arrastra a una sobreexcitación, a vivir fuera de sí, desmadrados (y nunca mejor dicho, fuera de madre, sin principios ni normas). Por eso no acierto a comprender que se diga hoy que, con el desarrollo de la moderna psiquiatría, esos niños tienen un «trastorno por déficit de atención por hiperactividad» (TDAH). ¿No estaremos confundiendo los términos? Actividad es la facultad de obrar, es diligencia, eficacia, prontitud en el obrar, según el diccionario de la RAE, y por tanto «hiperactividad» sería un exceso de esa actividad. Sin embargo, cualquier educador puede comprobar que lo que ocurre generalmente a la mayoría de los niños y adolescentes es precisamente lo contrario; no son activos, porque la educación convencional dominante en las aulas no estimula la creatividad y la individuación, de donde nace la verdadera actividad. Por eso, además de estar sobreexcitados, son -en una gran mayoría- más bien pasivos («pasan de todo» es una frase acuñada por los mayores), y poco aplicados, de ahí el número tan elevado de fracasos escolares. No comprendo, pues, que se hable de un trastorno por hiperactividad; como educador pienso que se trata de una sobreexcitación debido al clima y al ambiente en que viven casi continuamente los niños y los adolescentes. Confieso, no obstante, un gran respeto por la psiquiatría, creo que tiene mucho que decir en nuestra sociedad (que no goza de buena salud, sobre todo mental), y en concreto la psiquiatría infantil tiene mucho que investigar respecto a ese comportamiento de tantos niños y adolescentes. Pero hemos de reconocer, en primer lugar, que hoy en nuestro país, no existe, la psiquiatría infantil como especialidad, y sobre todo que la psiquiatría sigue siendo una hermana pobre de la medicina. El prestigioso físico, F. Capra, en «El punto crucial», lo dice así: «Pese a que los psiquiatras tienen un título y una formación en el campo de la medicina, la comunicación entre ellos y los profesionales de la salud física es escasa. Muchos médicos llegan incluso a despreciar a los psiquiatras y los tienen por médicos de segunda categoría». Eso afirma Capra en los años ochenta, y hoy parece válido para España, lo cual es a todas luces injusto para una rama tan importante de la medicina como es la psiquiatría. ¿Cuál puede ser la razón? Capra habla del «poder del dogma biomédico», y se expresa en unos términos muy claros para el tema que nos ocupa: «A los mecanismos biomédicos se los considera como la base de la vida y a los fenómenos mentales como acontecimientos secundarios. Por ello los médicos que se ocupan de las enfermedades mentales son considerados menos importantes. En muchos casos la reacción de los psiquiatras, ante esta actitud, ha sido una adherencia rigurosa al modelo biomédico y una tentativa de entender las enfermedades mentales como trastornos de los mecanismos físicos situados en el cerebro». De ahí la tendencia, no a examinar y tratar las causas (profundas e internas) de los trastornos, sino a buscar y controlar los síntomas externos a través de la medicación, lo que difícilmente logra por sí solo la curación. «Los psiquiatras modernos tratan las enfermedades mentales como remedios físicos, pues están convencidos (o quizás mejor, presionados para autoconvencerse) de que las enfermedades mentales son enfermedades del cuerpo», concluye Capra. Por eso en la moderna psiquiatría, en nuestro país, lo que predomina en casi todos los trastornos de conducta de los menores, son los estudios farmacológicos y las medicaciones. Sin embargo, creo que la psiquiatría infantil no debe olvidar nunca la psicología escolar y la educación, que se adentran en las verdaderas causas de los trastornos de conducta. Y sólo desde esas causas se puede orientar a los menores, no sólo desde los tratamientos con fármacos, que son puramente externos, y lo que se necesita es adentrarse en el mundo interno del niño, donde se ha originado el trastorno, y desde ahí actuar. Eso significa educar (del latín «educare»=guiar desde el interior). Una buena parte de los trastornos de conducta en los menores quizás sean debidos a una excesiva exteriorización que les hace vivir fuera de sí mismos, lo cual frustra el desarrollo de la personalidad y, por tanto, la verdadera educación. Por ello, las terapias para esos casos deberían ser llevadas a cabo por verdaderos educadores y psicólogos escolares, a la vez que por psiquiatras infantiles, en un trabajo conjunto. Es preciso, pues, elevar el prestigio social del psiquiatra y de todo lo relativo a las enfermedades de la mente, que afectan de una u otra manera a una buena parte de la sociedad. Los padres, por su parte, deberían informarse sobre las verdaderas causas de los trastornos psicológicos de sus hijos, sin olvidar la parte de responsabilidad que ellos mismos puedan tener, y tratar de crear en la familia un ambiente de mutuo respeto y tolerancia, que propicie en el niño el sosiego, la relajación y la concentración en sus estudios y en sí mismo. Nuestra sociedad tiene pendientes las dos asignaturas más importantes, la salud (y en especial la salud infantil) y la educación. Para aprobar estas asignaturas se requiere una verdadera investigación en los campos de la educación, la pedagogía, la psicología escolar y la psiquiatría infantil. Estas ciencias están aún sin desarrollar o muy poco desarrolladas, en nuestro país, lo cual impide abordar con seriedad y responsabilidad esas dos asignaturas pendientes.

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